Día 09: Tren Coast Starlight, de San Francisco a Los Ángeles
Estoy en la estación de Oakland después de madrugar demasiado esperando a un tren que llega con hora y media de retraso. Un tren en el que volver de San Francisco a Los Ángeles, tren del que no pude investigar lo que quisiera, pero intuía que si había la mínima posibilidad de que se hiciesen realidad esas imágenes que tenía en mi subconsciente de vagones acristalados con los asientos móviles recorriendo la costa californiana, tenía que intentarlo. Quería que fuese el tren al que estoy esperando.
No es una opción barata ni rápida, no encontré a nadie que hubiera ido en el y que me dijese si valdría o no la pena. No sé siquiera si ese vagón existe, o en el caso de haberlo, si sería abierto para cualquiera, para alguien que como yo no paga un primera clase en los billetes.
Pero decidí y confié. Y en cuanto aparece en el anden, en cuanto veo llegar al Amtrak Coast Starlight acompañado de esa sonrisa veo entrar al más majestuoso de los trenes.
Al detenerse el tren bajan dos empleados. Ella revisa que tengamos los billetes para poder subir, y él, por orden de llegada, nos va asignando nuestros asientos aleatoriamente.
– El 23D – dice sin mirarme a los ojos.
No sé qué asiento es, pero le pregunto decidida:
– ¿Es en el piso de arriba? – (sí tiene dos pisos)
– Sí.
– ¿Y es en el sentido de la marcha?
– Sí.
– ¿Ventana?
– Sí
– ¿Y da al oeste?
– Mmm… no.
– Entonces, ¿podrías cambiármelo?
Levanta la vista de su libreta y me mira los ojos, que brillan, lo sé. Baja de nuevo la cabeza, tacha el 23D, levanta la mirada y me entrega un nuevo ticket, el 5A.
– ¡Gracias! – Sonrío, y emito luz, también lo sé.
Subo rápida y feliz a ese asiento que pedí por encargo. Asiento que si no encuentro el vagón de cristal, será mi hogar por 12 horas.
Dejo mi mochila, abandono mi sitio y me marcho, aún con el tren parado a buscar el vagón panorámico.
Y lo encuentro. Y ya no vuelvo más a mi asiento 5A.
Es un vagón que forma parte de la zona comunitaria del restaurante. Cualquiera puede sentarse ahí y por ello me sorprende lo poco concurrido que está. Supongo que la gente estará aburrida del trayecto, de ver siempre los mismos árboles y el mismo color ocre de las montañas. Aburridos de ver esa costa del pacífico, de explotaciones de petróleo, vacas lanudas, pueblos de interior, arrabales que se construyen al lado de las vías, marismas y ese sol que lo tiñe todo de dorado.
Pero yo, que me da la impresión de haber cogido el mejor asiento en ese vagón de ensueño, me acomodo y lo hago mío. Me fascina lo bien que me acogen los trenes a mi mente susceptible de mareo y me dejo llevar por la evolución de la costa californiana desde esa urbe cosmopolita y de edificios grisáceos a esas palmeras y brisas marinas; cómo cruzamos montañas, cómo veo la locomotora de nuestro tren, al fondo, cuando alguna curva me enseña cómo es el Coast Starlight en movimiento.
Ahí me sentí encapsulada y me dejé llevar. Se puso el sol y la luz crepuscular entró por todas las ventanas. Tiñó nuestra piel con colores increíbles y penetró por mis poros hasta lo más profundo de mi cuerpo. Me doy cuenta que es en ese justo momento cuando caigo rendida de amor por la costa oeste.
Ya en la noche nos acercamos a las montañas incendiadas mientras a la derecha intuimos un mar que rompe próximo a nosotros a la altura de Santa Bárbara. El retraso que llevaba el tren era debido al caos que había por los fuegos al norte de Los Ángeles. Hace años que no ocurría algo así. Pienso en quien lucha entre esas montañas.
Se que ahí, cruzando entre las llamas se acerca el momento que tanto temí: conocer LA por mí misma y cara a cara. Al desnudo, durante tiempo. Vernos los ojos. Pero en cuanto llego en la noche a la ciudad me arropa haciéndome sentir segura.
Llego al increíble hostel de Downtown, con un bar en la terraza del piso 14 con increíbles vistas y allí no me dejas sola ni un solo segundo, ni lo que dura un viaje en ascensor.
Siempre ocurre, hay un día del viaje en el que conecto, y en California fue allí, en el interior de ese tren de cristal, cuando el sol se estaba escondiendo.
Al bromear sobre ello me responden: «La Costa Oeste también se está enamorando de ti»
Y así lo siento. A dos días de marcharme.
SARA HORTA. 21-diciembre-2017. Santiago de Compostela