Día 08 – San Francisco
“Este San Fransisco es así” – dice risueña una mujer latina que pasea a su perro cuando me pierdo en la zona más alta de la ciudad, y bromeo con las cuestas, esas que parecen querer romperme las piernas.
Esa frase tan sencilla encierra toda la verdad. San Francisco es así. Todo lo que crees conocer de él, todo lo que está en tu subconsciente, todo lo que te imaginas. Es así. Piensas en cuestas, casas victorianas, un puente rojo, la isla de Alcatraz, bahías con brumas y cables de tranvía por toda la ciudad. Es-así.
Y a pesar de ello… me sorprendió.
Lo di por hecho, creí que lo conocía, es más creía que no me gustaría. Pues bien, me arropó y acogió durante 24 horas en cuanto bajé del autobús al amanecer, después de apenas dormir nada. Pero esa luz… la luz de la ciudad que se despierta a la vez que yo lo hago, me enamoró. En un instante.
Tenía dudas si venir a San Francisco. En solo cinco días libres en California, cuatro de ellos por mi cuenta, no sabía hasta qué punto era una pérdida de tiempo desplazarme 600km al norte para volver a bajarlos al día siguiente, solo para conocer una ciudad. Una ciudad que nunca me llamó demasiado.
Me habían hablado de ella, me la habían recomendado, me habían insistido en que fuese a conocerla. Conocí gente de allí, gente que me puso planes y personas sobre el mapa y me abrió las puertas de sus casas.
Pero siendo sincera conmigo misma confieso que no fueron los cruces del destino lo que puso a San Francisco en mi ruta. Creo (ahora en la distancia lo sé) que fue el simple hambre de escapar y alejarme. Y el miedo, como siempre. En Los Ángeles quedaban los compañeros y necesité huir, no de ellos, pero sí de mí misma.
Desde mayo de este año cuando tuve que tomar una de las decisiones más difíciles de mi vida, no tuve ni un solo día para frenar. Siempre había algo que pensar o sobre lo que decidir. Siempre había alguien a quien atender o con quien disfrutar. Y mi subconsciente, siempre más sabio que mi propia conciencia, me presionó hasta que me compré un billete en un bus nocturno solo para poner kilómetros entre un yo que no sabe escucharse en el medio del ruido; a pesar de estar bien en Los Ángeles. A pesar de tener planes allí.
Y San Fransisco es así. Acogedor. Me arropó con esa belleza y con esa familiaridad que me hacía sentir que estaba en casa, tan lejos y tan sola, en esas 24 horas. Me mantuvo en paz y pude pensar. Me dejé embobar por sus calles y su luz.
Tenía la imagen de una ciudad de niebla y frío, pero San Francisco acudió a nuestra cita soleado y brillante, y vistió por la noche luces y árboles de navidad, como si quisiese darle sentido a todo.
Creo que fue ahí, cuando desperté y bajé del bus, cuando ya sentí todo esto.
Tras darme una ducha aún sin tener cama, y después del desayuno sin aún hacer el check-in estaba preparada para romperme las piernas. Las cuestas, las casas, el ver el Golden Gate a lo lejos por primera vez. El perderte y encontrarte a personas amables que pasean a perros. El hablar con esa conexión tuya de San Francisco y que te guíe. El descubrir rincones, sentarte y hablar por teléfono con tu hermana, durante mucho tiempo, con mucha nostalgia. El escribir, el ir de compras, el comer bien. El no tenerle miedo a la noche por primera vez
Esa noche en la que haces de nuevo la maleta, porque esa cita de un día fue suficiente.
Tengo que seguir, sé que también estaba huyendo o posponiendo el conocer LA por algún motivo, y toca enfrontarlo, sea lo que sea. San Francisco me dio lo que necesitaba: un oasis, una pausa, una perspectiva. Energía. Voz
Aprecié su luz, su gente, su arquitectura. Aprecié su energía y que me arropase con las mismas fuerzas que con las que me dejó marchar.
Agradecí que asistieses a nuestra cita vestido de dorado, y no de gris, cuando más te necesitaba.
(Sin tener demasiado que ver, esta fue mi banda sonora en la ciudad – Daryl Hall & John Oates – Rich Girl )
SARA HORTA. Santiago de Compostela, 13-12-2017