Día 05 – Batad
En mi mochila llevo una bolsita que mi madre me ayudó a preparar.
Desde hace algo menos de un año, recopilamos por casa objetos que a nosotros, provistos de todo tipo de cosas materiales, nos hacen gracia por un día pero que al siguiente olvidamos en cualquier rincón de la casa. Si veo que es capaz de interesar a algún niño en la otra punta del planeta, lo robo y lo meto en una bolsa.
Antes de viajar, si preveo ir a un sitio donde hay niños lejos de la sobre-estimulación moderna lo preparo, con ayuda de mi madre, y lo llevo conmigo.
Ese paquetito está ahora conmigo en el interior de una escuela de Batad.
Los niños son tímidos, aquí la gente es muy recelosa de su intimidad. Manu consigue que seamos invitados a participar en una clase y, a cambio de compartir el material con la profesora, podemos fotografiar y grabar.
La clase de inglés va sobre las emociones, identificar sentimientos y expresarlos en inglés. Me parece precioso, me tomo en serio la lección y participo.
Al acabar los niños salen para ensayar una representación, y es en ese momento cuando aprovecho para entregar el paquetito a la profesora, para que sea ella, a su juicio, quien reparta su contenido con los niños.
Ella, agradecida. Yo más, al desprenderme de algo tan material e insignificante, para que los niños aquí, sin yo verlo, lo transformen en algo con mayor significado.
Por la tarde, tras despedirnos de Manu, Joana y yo nos damos una tarde para caminar, admirar y compartir silencios. Exploramos por nuestra cuenta adelantando a grupos con guía, ya que nosotras, tras tres días aquí, nos conocemos los caminos.
Niños, montones de niños por todas partes. Aquí viven felices sabiendo que existe internet y videoconsolas, pero no parece hacerles falta. Corren de forma suicida por estos caminos delscalzos, mientras nosotros, los no criados en Batad, necesitamos botas de montaña y bastones para caminar.
Pasan bastante de nosotros, están acostumbrados a ver gente de fuera, pero supongo que no les interesa nadie nuevo que no venga para quedarse. Pasamos por aquí vagando y purificando, pero quedar, construir y ayudar, ninguno.
Y eso los niños lo saben.
Sé que tampoco yo me quedo, pero Batad sí se quedará en mí.
Seguimos. Busco una banda para el pelo que le vi a una chica en la iglesia y acabamos la tarde Joana y yo subidas a uno de los mejores miradores.
Compartimos agua, chocolate y confesiones mientras cae el día. Congeniamos.
Volvemos antes de quedar sin luz. Mientras hablamos de que al llegar a casa de Ramón nos daremos un masaje en nuestra última noche; en medio del camino, siguiendo los pasos y la conversación con Joana, el tiempo parece detenerse y me quedo en silencio paralizada.
A mi izquierda, en una casa próxima juegan tres niños despreocupados con unos globos de colores.
No sé con certeza si son los que yo traje pero en mi paquetito sí había globos de esos colores y ese tamaño.
Aunque no lo sean me doy cuenta que en otra parte del pueblo habría otros niños igual que ellos jugando con un yo-yó, comiendo con cucharas de animales y llevando pulseritas de cuentas de colores.
Me atribuyo de forma incierta el haber dado ese momento de felicidad a los niños, sus risas y lo que hablan, sin entenderlos, me llena el alma.
Sonrío en silencio guardando ese instante para para mí no compartiéndolo con nadie. Ni con Joana.
Solo lo hubiese compartido con mi madre de haber podido. Me acuerdo de ella, sabiendo que al igual que a mí, le haría feliz este momento. Así que por nosotras, guardo este momento de recelosa intimidad.
Siento una extraña felicidad, hoy en la escuela no me enseñaron la definición precisa.
Quizás… me siento un poco Robin Hood. Por haberos robado sin haberlo sabido ni pretendido y por haberlo entregado sin estar presente; y que el destino, el todopoderoso destino, me lo devuelva en forma de esas tan sinceras y sonoras carcajadas.
Te las dedico mamá.
SARA HORTA. Siquijor, 11-02-2017