Día 11 – de Siquijor a Loboc
El ferry no perdona. Dentro da más miedo que haberlo visto desde fuera.
El barco golpeándose contra el muelle y yo con los ojos cerrados me obligo a no abrirlos hasta que lleguemos al destino. Cumplo la orden hasta que con alguna sacudida que me sobresalta los abro por inercia y veo a través del cristal un horizonte oscilante que divide un mar y un cielo que parecen estar enfadados, el uno con el otro.
Sé que quiero ir a Bohol, es la isla más selvática. Hay un sitio en el interior, Loboc, al que quería ir por un alojamiento en concreto. Ahora, al perder la reserva, no se si tiene sentido ir a allí o buscar… otro lugar.
Subí a este ferry sin saberlo, y ahora me siento tan perdida y mareada como decepcionada por asimilar que escapé como una fugitiva de Siquijor.
Supongo que mi expresión desencajada no pasa desapercibida cuando un marinero uniformado y elegante me saluda con énfasis, como si ya nos conociésemos.
Me recordó a un niño. En el viaje de ida, en este mismo ferry quise refrescarme la cara y la frente intentando despejar el agotamiento. El grifo, inerte, parece reírse de mi.
– ¿No funciona? – le pregunto a un niño de camiseta roída
– No, mam
No pasa nada, sonrío.
Aprovecho el viaje y voy al baño. Al salir, me tropiezo con un cubo lleno de agua, agua que a mis ojos valía miles de euros. Miro a un lado y ahí está ese chico, con cara de orgullo y una sonrisa cómplice.
Esa sonrisa…
Me costó reconocerla hoy, al verlo de un blanco impoluto. Tenía la cabeza mucho más alta. Parecía haberse convertido de niño a hombre en tan solo tres días. Ya era marinero entonces, pero en mi mente reconstruyo que ojalá esos galones fuesen entregados al ser tan buena persona.
Sonriente y resplandeciente en un barco que se agita, su mirada tranquilizadora consigue calmarme, me da a entender que todo irá bien.
El viaje muy movido. A mi alrededor gente vomitando y gente asustada. El aire acondicionado me obliga a ponerme el pantalón largo y la chaqueta. Al revolverme en mi asiento desprendo un aroma que no me es conocido. Un aroma que me transporta sin querer a un hogar.
En Siquijor llevé la colada a casa de una vecina del hostel. Al recogerla me la devolvió tan doblada y cuidada que al recordarlo me hizo sentir a gusto y a cada nuevo movimiento, ese aroma que no me es conocido me transporta sin querer a un hogar. No el mío, otro.
Por suerte falta poco para llegar, pero todavía no sé a dónde ir. Llego a Tagbilaran muy tarde, igual demasiado tarde como para conseguir llegar a Loboc. Puedo intentarlo, o… cambiar. Ir a Alona Beach o directamente a Cebú, la siguiente parada, olvidándome de Bohol.
El ferry se para. Tardó cinco horas en vez de tres en llegar y hace más de una hora que salía el último jeepney a Loboc. Tengo que esperar a la mochila, parar un triciclo, negociar un buen precio e ir a la estación de jeepneys en la otra punta de la ciudad… y no confiaba que fuese a funcionar.
Con un impulso, como un resorte automático me despido con prisa de los nuevos conocidos (que sin saberlo, seguiríamos en contacto a lo largo de nuestro viaje); me cargo la mochila y voy a por el triciclo. Dejo en manos del destino una decisión que no doy tomado por mi misma. Si llego al jeepney, si todavía está (esperando por mi) será que es mi camino visitar Bohol; si no, si ya no está, me quedaré en cualquier lugar de este sitio sin encanto a pensar, descansar y recalcular.
Pero sí, cogí el jeepney, llegué al centro de Loboc, me subí a una moto y directamente me llevó al Stefanie Grace Paradise Inn. Este modesto resort es más caro de lo que que quisiera pagar pero todas mis otras opciones no estaban disponibles.
Entro y a pesar de que es muy tarde, sale a recibirme el dueño, un filipino de unos 65 años muy amable y educado.
– ¿Sara? ¡Te estaba esperando! – dice en un perfecto español
Y estoy segura de que con esas palabras y con esa sonrisa consigue romper el maleficio que traía en mi maleta ya que en su casa consigo arreglar mi cámara, consigo de nuevo cama para el lugar al que quería ir, y además tengo… piscina, habitación individual y… agua caliente.
Me relajo al fin y descanso sabiendo que ya no soy presa de ningún encantamiento, sabiendo que estoy donde debería estar y aprendiendo que puedes encontrarte un hogar incluso a millones de kilómetros, bastará con saber apreciar un cubo de agua, un aroma a flores o un abrazo en tu idioma.
SARA HORTA. Boracay, 17-02-2017