Día 04: Essaouira
A medida que descendía de las montañas empezaba a notar cómo el oxígeno nutría cada átomo de mi cuerpo y cómo el sol me calentaba de nuevo. Me empecé a sentir mejor a cada minuto, a la vez que me di cuenta que empezaba mi cuarto día en el país, cuando ya había completado todo lo que tenía previsto hacer. Por lo que los dos días que quedaban por delante eran un extra. Un bonus. Otro regalo.
Ya en la llanura de Marrakech tirada en un arcén próximo a la entrada de los Jardines Menara, esperaba un coche que me llevaría a un lugar soñado: a la costa de Marruecos en un road trip privado e improvisado con la persona con la que conecté y en la que confié desde el primer momento: Saad, familiar de Faissal.
Es domingo y él no trabajaba. Al saber que me encontraba mal en las montañas me propuso un plan: “Vámonos a Essaouira, podemos ir en mi coche parando por los pueblos, ir a algún concierto a la noche y mañana muy temprano volver a tiempo de regresar a mi trabajo.”
La primera vez que había oído hablar de Essaouira fue en India hace 4 años y desde ese momento sabía que sería feliz en un lugar como ese. Lo había descartado en este viaje a favor del Atlas por la falta de tiempo y porque temía que ya fuese demasiado tarde, que ya todo estuviese demasiado previsto para turistas. Tenía miedo de que Essaouira no fuese más la Essaouira que siempre quise conocer.
Pero estaba Saad y la emoción de descubrirla a través de sus ojos, con la libertad de su coche y la protección de su idioma, fue algo capaz de curar y aliviar a mi mente dolida. No me importaba compartir mi soledad, por lo que olvidé el fracaso y ya solo pude seguir el olor de agua salada. Hasta el final.
– Espero que te guste mi coche – dice sonriendo, siempre riendo, abriéndome las puertas de su Clio humilde.
– Es perfecto, Saad. Gracias.
Y emprendemos el viaje. Comienza la lucha de nuevo por no dejarme pagar nada, los turnos sobre el control del Spotify y las conversaciones interminables a lo largo de esa N8 en linea recta. Sin GPS, sin prisa, sin pausa.
Él es posiblemente una de las personas con las que más me entiendo y más cómoda me siento en mi inglés, con quien soy capaz de compartir palabras que salen de un fondo interior cerrado y tembloroso. Sin apenas conocerlo.
No entiendo del todo el por qué, pero se detiene en una tienda de alfarería al lado de la carretera con el empeño de cargarme de regalos para mí y mi familia.
– ¡No puedo llevar eso en el avión Saad!
Se ríe, como siempre, y prosigue con sus compras. Ignorándome.
Pero sin embargo, al pasar al lado de una de las mayores atracciones turísticas del país, no para. Yo quedo boquiabierta pegada al cristal viendo pasar de largo las cabras subidas a los árboles de argán. Pastorean de verdad, siempre pensé que era algo preparado para turistas. Consigo que detenga el coche, pero me mira con una expresión de ¿y para qué?.
Todo es tan cotidiano para él como asombroso para mí. Y en esa dualidad transcurrieron tres horas de viaje.
A medida que avanzábamos iba quitándome una a una todas las capas de ropa que me recordaban el frío que pasé en las montañas, apilándolas en el asiento trasero. Pareciese que fuese quitando una a una mis armaduras, mis escudos invisibles. Pareciese que con el paso de las horas fuese permitiéndome ser vulnerable otra vez, porque me encontraba a salvo en ese coche. Bajo ese sol.
Y es muy difícil que yo llegue a sentirme así viajando sola, y menos al cuarto día. Pero iba con él, escuchando música muy alta y en busca del océano en ese país que me lo había regalado todo. No me faltaba nada, todo saldría bien. Lo sabía.
Llegamos hambrientos y mientras Saad estaba concentrado en aparcar, yo desde el coche y sin haber visto nada todavía ya me había enamorado de Essaouira. De su luz. El Atlántico me desafía, (lo reconozco como en la costa de Coruña) pero esa luz dorada polarizada por partículas de agua… la aprecio y me es familiar, por primera vez en el viaje.
Aparcamos donde los de allí saben y buscamos dónde comer. Al acabar le pido que por favor caminemos hasta que se haga de noche. Lo hacemos. Necesitaba la luz y el agua salada para acabar de curarme.
Las calles de la Medina rebosan vida turista pero hay tantos turistas marroquíes como extranjeros. Todos disfrutan de una tarde de domingo en un clima amable, en la que se dice es la mejor época para visitar Essaouira. Sí se nota que los comercios están pensados para turistas, pero fuera de la Medina las tiendas y restaurantes abastecen a los turistas locales, eso que nunca creí querer ser. Pero sí, estoy enamorándome de aprender a ser turista local y no turista extranjera.
Callejeamos entre ellos, me compro auto-regalos que emocionan a Saad, quien desaparece de mi lado. Nos colamos en el puerto traspasando barreras hasta llegar a la zona obrera y antes de entrar Saad me advierte del olor. Pero yo, criada en el mar y habiendo quedado sin oxígeno en un mar de montañas de hielo, reconocía en ese olor y ruido todo el bienestar de estar en casa. Me estaba curando todos los sentidos. Hasta que me di cuenta de que quien no lo aguantaba era él. Me enternece.
Se ríe al enseñarme la relación que hay entre el nombre en árabe de gaviota y el sonido de un bebé llorando y le sigo camino al espigón del puerto. Saltamos vallas y subimos a lo alto a pesar de su vértigo para que conozca cuál es su lugar favorito de Essaouira.
Al anochecer volvemos a por las cosas. Ya no estamos en el centro y Saad me enseña dónde y cómo comprar cerveza si quiero beberla. Pedimos unos bocadillos y me acomodo por fin en un apartamento en el que me doy por primera vez una ducha caliente y lenta. No tengo prisa, por fin nadie espera por mí. Disfruto de una Casablanca clandestina y de una cena tranquila en esa casa que hago mía sintiendo que ya puedo dejar de buscar e itinerar. Había llegado – aunque volviese a irme a las pocas horas.
En la noche caminamos de nuevo junto al mar buscando música en directo y entramos en un local que había llamado mi atención esa misma tarde: African roots, con toda la influencia de un continente que me resulta tan familiar.
Nos pedimos 2 mojitos (sin alcohol) y esperamos a que los músicos volviesen de su descanso. Ahí ya noto en Saad el cansancio, dejo de oír su constante risa. Me identifico y empatizo con la nostalgia de que esto se está acabando. Él debe volver al trabajo, pero yo intento no dejarme llevar por esa melancolía, esa que siempre consigue alcanzarme.
La música me ayuda en cuanto empieza a sonar. Primero una guitarra y después el vocalista. Me atrapa, no sé quién es, pero su voz me engancha y me envuelve tan fuerte que es capaz de hacerme olvidar que estoy a punto de concluir este viaje a una costa que me curó del todo. A punto de dejar ese pueblo de pescadores y gaviotas, de sentirme especial y en casa entre la brisa marina en un lugar donde es más fácil delinquir y encontrar alcohol. A punto de despedirme de todas las calles de cal blanca y azul donde el arte consigue colarse por cada pequeña rendija. Donde relajarte, donde permitirte confiar y sentirte a salvo.
Un lugar como las Vegas, donde todo lo que ocurre allí, allí se queda, alimentando a tantos gatos callejeros.
Y lo siento todo a la vez sentada en la penumbra sin ser capaz de quitarle la mirada a ese chico que canta, enamorándome de su voz, o quizás de él. Porque reconozco en su música todo lo que me gusta de ese lugar: siento que por fin que estoy en África.
En mi amada madre África.
Mi continente preferido, donde todo es tan salvaje y auténtico, en el que viví mis mejores historias y las peores, y las mejores otra vez. Porque sí, siento que pertenezco a un lugar con tanta verdad como este y creo que las prisas, el Marrakech abarrotado y el frío del Atlas no me dejaron ver que sí, esta gente que me ayuda y me cuida en una cultura musulmana son también parte de África.
Y esa obviedad llegó a mi mente después de escuchar el canto de sirena que me hizo conectar con quien llevo dentro, que calmó mi mente y desconectó la razón.
Me entregué, como solo puede entregarse quien ama y confía a una madre que cuida y reconoce. Me perdí en la noche, en la música y en los escritos en libretas. En el sentir cómo se eriza mi piel al escucharle, al vivirle y al sentirle.
Y le amé en silencio, por todo lo que había hecho por mí. En solo un instante.
Tengo que volver a ese lugar y quizás, encontrarle.
Solo Essaouira sabe lo que ha pasado allí conmigo, con alguien tan difícil de tocar tan dentro, donde todo es blando y vulnerable… y sangra. Ahí, donde nunca se permite entrar a nadie. Ahí.
Pero África lo consigue siempre, porque quizás todo lo que late y siente (lo que todavía no está muerto) pertenece a un lugar como este. Un lugar en el que Saad me ha enseñado el camino yendo arropada y guiada, saltando vallas y venciendo fronteras e idiomas, conseguí escuchar por fin cómo es el ritmo y el batir de mi África natal, estando tan cerca de España.
Nunca olvidaré Essaouira, Saad.
Nunca olvidaré que me la has descubierto tú.
SARA HORTA. Escrito en Santiago de Compostela el 21-01-20
Sobre experiencia en Essaouira el 29-12-19
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