Días 01 y 02: Llegada a Marrakech
Pues ya está. Lo conseguí. Una vez más me salí con la mía. Conseguí hacer del tiempo libre una huida, de los vuelos una desconexión y de cualquier destino una aventura.
Estoy en la cinta esperando mi equipaje, preocupada al no saber si esa bolsa enorme y extraña (esa que mucha gente me ayudó a llenar) aparecerá. O quizás estoy aterrorizada al saber que en cuanto aparezca tendré que cruzar la puerta y alguien a quien no conozco me espera al otro lado. Y es bastante difícil definir cuánto de especial y extraño es entrar en un país y no saber dónde acabarás haciendo noche. Ninguna de tus noches.
Me sudan las manos. Droga líquida.
No sé qué se espera de mí, si mi mente agotada (que va a sufrir un fuerte choque cultural) podrá articular palabra en otro idioma, qué debo aceptar y qué rechazar, qué se supone cortesía y qué excederse, si querré reverlar quién soy al mundo. O si de nuevo me querré ocultar entre las sombras.
Solo sé que Faissal Bennouna me espera al otro lado.
Él y yo tenemos una amiga en común, un ángel canadiense, un alma nómada (literal) que consigue que los mapas se queden pequeños y que crea que todo es posible y abarcable. Dawne nos puso en contacto hace ya algunos años. Ahora estoy a punto de invadir su vida gracias a una generosidad que es cultural, ilimitada y que va impronta en sus retinas. Esa que estoy a punto de descubrir.
Me avergüenza reconocer que estuve a punto de rechazar su propuesta, por culpa de ese acomodamiento barato de una mente europea que quiere dejar de pensar demasiado. Pero acepté y él marcará mis ritmos, a una persona acostumbrada a volar libre.
Mientras espero esa bolsa extraña rezo a lo que no sé para que todo esto funcione.
En cuanto cruzo la puerta el recibimiento es cálido y la hospitalidad real. Me lleva a una casa que no descifro en la penumbra y es tan tarde que me acuesto clandestina, todavía sin saber muy bien qué estoy haciendo aquí.
Por la mañana me despierta la luz en una casa llena de vida, donde desayuno y entrego regalos a Faissal, su mujer Hajar, su hijo Ali y su madre Haja Fatima. *Me emocioné en especial con uno etiquetado “para la familia de la casa”, gracias Yoli.
Tan temprano y ya empiezo a frustrarme por culpa (como siempre) del idioma. Aparte de Faissal podría hablar también con Ali, su hijo, pero… es un bebé y su idioma me resulta mucho más indescifrable que el árabe.
Aún así doy lo mejor de mí. O lo intento.
Al acabar acompaño a Faissal a su tienda en el corazón de la Medina, a unos 6 km de la que es ya mi casa en Marrakech. Él tiene un negocio de fulares de muy alta calidad hechos a mano en un taller casi en la misma calle de la tienda y su fama es relevante en Marrakech.
Durante el trayecto, me imagino cómo será mi primera vez en la Medina. Cuánto de caótica o desafiante me resultará. Cuánta belleza u horror veré en sus calles, si será auténtica o turística… Pero nunca, nunca, me hubiese imaginado entrar en ella por primera vez en moto.
La Medina es un entramado de calles estrechas y laberínticas, saturada de tiendas, vendedores y extranjeros. Es cruzada por bicicletas y motos en un constante frenesí de gente local que tiene prisa, que se mueve a una velocidad diferente a la del turista. Y me siento extraña al moverme a ese ritmo, porque voy con Faissal en moto al ritmo del auténtico Marrakech adelantando a turistas, a gente que es como yo.
Amo esto. Amo vivir así. Amo mi sensibilidad de apreciarlo todo y al dejarme llevar consigo apagar mi mente europea. Ya no quiero conocer nada, no necesito ver la plaza si los locales no van a ella, no necesito ir a museos ni comer en buenos restaurantes.
* Solo echo de menos a mi hermana. Me acuerdo de ella en cada esquina, debiera estar aquí. Conmigo.
Casi acaba el día y no tengo nada que contar, no podría recomendar qué ver o hacer en Marrakech. Solo intenté no molestar y adaptarme a esa vida. Ayudé en lo que pude con mi tímido “Faissal vuelve en 5 minutos” mientras cuidaba la tienda cuando él hacía algún regado. También entretuve a compradores mientras apuraba a despachar a toda la gente.
Visité el taller donde tejen los fulares, conocí a todos sus amigos de la calle (e hice los míos propios) quienes me enseñaban con orgullo cada una de sus tiendas. Volvimos a casa a comer en moto y a cenar en coche, con las manos y descalzos en un lugar donde sin entendernos consiguen que me sienta en familia. Y donde no me dejan corresponder, donde me frenan en un constante: “No, Sara. Eres nuestra huésped”.
Para la cena acordamos que cocinaría para ellos, pero es tal la expectación que no me dejen ir a la compra sola. En cuanto cae la noche Faissal me lleva en su coche al que se suben su mujer, su bebé, su madre y su cuñado.
En ese momento en el que seis personas vamos en coche hacia el supermercado, cuando todavía mi mente no ha procesado ni mi cuerpo curado, no puedo permitirme el escuchar qué es lo que quiero o necesito. No puedo aflojar, pues en ese coche se concentra toda la ilusión de una cultura que desea saber de la mía, y yo, cargo toda la presión en mis clavículas por corresponder (mínimamente) a tanto cariño.
No saben lo que esto supone para mí. Poca gente sabe lo que significó la compra de este billete, los miedos al hacer click, el retarme por no estar segura de si sabría hacerlo, otra vez… pero el subir a ese coche tras un día de generosidad sana e incondicional me curó todas las heridas que creía abiertas. Confié en ellos, en todos, en toda la humanidad dentro de ese coche.
Pude ser yo sin hablar su idioma, pude hacer la cena sin saber cocinar, cantar y bailar descalza, desnudarme yendo vestida,… pude dejar ver a través de mis ojos quien soy, los miedos que existen y el amor que pelea por salir. Creí poderlo todo en ese lugar, en otro continente, cultura de otra religión. Y nunca pensé que ocurriría en mi primer día.
Nunca pensé aceptar entrar en una vida sin conocerlos, conocer la Medina desde dentro, ir a una panadería en un barrio al que no van turistas, ser hospedada y alimentada por una mujer generosa con la que no me entiendo, pasar horas en una tienda sin tener nada que hacer, simplemente viendo cómo se venden fulares, entrar a talleres por entradas secretas y beber té, a cada momento, con cualquier persona.
Por lo que, creyendo que iba a querer ser invisible, amé el primer piropo en otro idioma y el que no me creyesen al decir que aunque me llame Sara y parezca marroquí, no soy árabe. Ni nunca pensé sentirme tan diferente de los que son como yo. Así, en un día.
Esa misma noche ya me enamoré de Marrakech. Al acostarme muy tarde me pregunto fascinada e indignada que por qué corren más rápido las historias de miedo que las de amor sobre ese lugar. Hay tanto aquí…
Aunque mi primer objetivo en este viaje era descansar (algo que a medida que pasan las horas no tengo muy claro que sea posible que ocurra); el segundo era seguir cargando esa bolsa enorme y extraña de 13 kilos. Un poco más. Un poco más lejos.
Nunca se podrá demostrar… pero yo sí creo que esta bolsa atrae la magia, lo fácil; creo firmemente que todo lo que estoy recibiendo con esta generosidad desmesurada es directamente proporcional a la buena energía de esos 13 kilos.
Algo me está recompensando. Está equilibrando la balanza de las cosas bonitas.
Por lo que todo lo extraordinario que está ocurriendo aquí, por lo menos mientras cargue con esta bolsa extraña, es sin duda gracias a quienes me ayudaron a llenarla.
¿Y sabéis qué? Me doy cuenta también que no me cuesta cargarla. En absoluto.
Me siento ligera, porque en mi primer día en Marrakech aprendí
que los kilos de amor – no pesan.
SARA HORTA. Escrito en Santiago de Compostela el 12-01-20
Sobre experiencia en Marrakech el 26 y 27-12-19
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