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Cuyo Island, Filipinas 11

Día 19 y 20 – Ferry a Cuyo Island

La primera impresión del ferry “La Milagrosa” no fue buena.

La cubierta techada pero con los laterales abiertos, deja a la inclemencia del tiempo nuestras literas, que simulan las de un hospital, incluso las de una cárcel. Dentro, nuestra intimidad se queda reducida a dos pequeñas letrinas y un cuarto húmedo con un cubo de agua. La litera, demasiado estrecha, no es suficiente para mí y mi mochila; y mi mente, obligada a drogarse por el mareo, me aturde y me inunda con su negatividad…

Aquí pasaré unas 36 horas. Aquí pasaré dos noches en busca de un sueño.

Este ferry conecta Iloilo y Puerto Princesa por mar, una alternativa barata pero lenta que no todos están dispuestos a coger habiendo vuelos por 30€. De todos y cada uno de los viajeros que me crucé en mi camino, ninguno sabía que existía esta opción, ni tampoco es una experiencia para cualquiera… hay que confiar y atreverse a subir a un ferry oxidado y compartir litera en un cuarto sin demasiada intimidad con otros 200 filipinos.

Pero a cambio ese ferry pararía durante 6 horas en Cuyo Island, isla virgen en el medio de la nada; parará a abastecer a la gente del pueblo ya que es la principal puerta de entrada y salida de la isla.

Zarpamos mientras se hace de noche en el interior del ferry. Mi mente hiperestimulada por lo vivido, con solo 2 horas de sueño, así como cientos de km encima para llegar hasta allí; colapsa ahora con el miedo, con el temor, de no saber con certeza dónde me estoy metiendo. Tengo miedo de sufrir 36 horas con mala mar, tengo miedo de naufragar, tengo miedo de que Cuyo no sea para tanto… había leído que es paraíso de windsurfistas ya que hay demasiado viento en esa isla… ¿Y si llego a Cuyo y no me gusta? ¿Y si llego a Cuyo y ese viento no me deja disfrutar de su playa? Tanto sacrificio para nada… Porque sí, aparte de un salto de fe, al coger este ferry sacrifiqué una buena e irreal vida en Boracay por unos días mas…

En silencio me doy un minuto para mirar a mi alrededor. Filipinos por todas partes apilados en literas y sepultados entre maletas, cajas y bolsas. La escasa luz, un fluorescente frío y parpadeante; así como el ronroneo constante y fuerte del motor, me parece sacar de la realidad…

… y semejo vivir en un mal sueño cuando veo corretear a una gigante cucaracha entre las camas, entre las cosas, entre las piernas de la gente.

Palidezco.

Por un momento dejo de creer en el viaje y el destino me castiga: algo me me toca en la cabeza y al revolverme hace que directamente quiera llorar, cuando salta la cucaracha de entre mi pelo. Me sacudo ahogando un grito por no despertar a mis compañeros y ésta cae en el interior del saco de dormir.

De alguna manera este barco se está vengando de mi, lo sé.

Al mover la mochila en un movimiento desesperado, aún con la sensación de un horrible insecto en el medio de mis rizos, sufro un pinchazo de lumbago, y ahí sí, rompo a llorar de impotencia. No puedo escapar de aquí, quisiera hacerlo, siempre lo hago… pero no puedo.

Me resigno, me medico, subo a mi litera como puedo y sé que es posible que tenga que quedar recluida ahí para siempre, que es posible que pese al esfuerzo no pueda visitar Cuyo Island.

Lloro lágrimas silenciosas al pensarlo hasta que consigo dormir.

Suena un gallo en alguna parte de este ferry y despierto de mi letargo con los primeros rayos del sol. Como si ese sonido y esa luz me hiciesen creer que nada ocurrió realmente, soy capaz de bajar de mi litera sin demasiado dolor de espalda, y empiezo a ver belleza en ese ferry.

En el amanecer conozco a Petr (otro turista valiente, más valiente de lo que cualquiera pudiese creerse que es) y le dedico el tiempo que mi compañero de litera, Víctor Escobar, merece.

Víctor es muy amable y me cuida. Me invita a desayunar y me presenta a más compañeros. Uno a uno van pasando frente a mi litera mientras me desperezo y todos son todos… pastores. No entiendo muy bien qué es un pastor en Filipinas, sé que son religiosos, y en ese ferry van a una convención… demostrándome así que ninguna experiencia aquí será nunca normal y cotidiana… vivir esto es simplemente… excepcional.

A medida que la temperatura sube y la luz se hace más cálida, empiezo a tomar conciencia de la grandeza que hay en el interior de este ferry. Quizás fuesen mis marcas o mi mala energía de la noche anterior, pero algo invocó a ese ejército de pastores que me rodean y que sé que me protegen en La Milagrosa. Por lo que esta noche, mientras creía estar agonizando en el infierno, dormían junto a mí pastores y pastoras, gente buena y humilde, que ahora, con los rayos de sol y mi disposición a apreciar este viaje, me parece increíble esta clase de magia.

Hablamos de Dios (yo callo, pero escucho), de la Biblia y de la familia. Se inician debates alrededor de mi cama. Por todas partes aparece un coro de voces amables que me dan consejos, pero sin juicios, sin condescendencia, simplemente desde el amor. Y yo los recibo con cariño, entendiendo la lección, entendiendo que ese viaje sin salida sí es para mí.

El sonido del motor se hace más suave, eso me indica que estamos llegando. Me asomo a la borda y me quedo sin palabras. Cuyo es mejor de lo que jamás me hubiese imaginado… Desde el barco veo un pequeño pueblo y una larga playa que finaliza en una lengua de arena, brillante, virgen. Al bajar del ferry nadie intenta venderme nada, ni comida, ni triciclo, ni moto. Nada, por primera y última vez en este viaje. Allí en Cuyo no viven del turista, el turista ni sabe que existe el paraíso en Filipinas.

Solo Petr y yo en este ferry.

Víctor, Pastora Evenlyn y los demás me invitan a recorrer con ellos la isla, y así como si de una excursión del colegio se tratase, compartimos ese pequeño paraíso, el ejército de pastores, Petr y yo.

Su playa impoluta, vacía, infinita y cristalina estaba llamando por mi. Me desvío del grupo y me baño en el final de la barra de arena, compartiendo con un joven pescador ese momento, no siendo consciente de lo tanto que aprecio esa maravilla.

Cuando tengo que volver al ferry me abruma la simple belleza, siento que el viaje se acaba, siento la nostalgia, siento que tengo que volver a mi mundo. Ya pasó Cuyo… y solo quisiera llorar por tener que abandonarlo.

En este barco oxidado me despertaron gallos, me duché en su cuarto húmedo imaginándome vivir en un crucero y compartí comida y confesiones con desconocidos. Perseguimos atardeceres y escapamos de amaneceres mientras su luz inundaba estas camas asépticas de hospital; vi el amor de un niño al mar y pude filtrar… pude tomar conciencia de lo vivido hasta ahora, que fue mucho, muy bueno y muy corto.

¿Pero sabes qué? No me acuerdo de la cucaracha, ni del lumbago; no me acuerdo del miedo ni del aburrimiento, ni siquiera me acuerdo de que abandoné Boracay demasiado pronto…

Solo me acuerdo de esa isla, de esa comunidad de pastores, de ese niño hipnotizado y de compartir en silencio las pequeñas cosas con Petr; en el ferry que no todos conocen, en el viaje que no todos harían.

Y me acuerdo del viento… el viento se había marchado por mí esa mañana

Y yo correspondo cayendo de amor eterno por ese lugar.

SARA HORTA. A Coruña, 7-03-2017

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