Día 07 – Llegada a Morondava
Llego por fin al lugar que puso a Madagascar en mi mapa, esta obsesión que me persiguió hasta acabar comprando el billete: la avenida de los baobabs en Morondava.
Llegamos unas horas antes de la puesta de sol y tras recorrerla una única vez decido sentarme y sentirla antes de seguir este constante movimiento. Bajo mi cuerpo al suelo a la sombra de un baobab, y ahí, con las piernas sobre sus raíces y mi espalda pegada al tronco, aspiro toda la energía que puedo. La necesito para la decisión que voy a afrontar…
Sara, ¿dónde te estás metiendo?
Viajar sola supone que todas tus experiencias se definen única y exclusivamente de tus propias decisiones. Y no siempre es… fácil. A veces es agotador encontrar el equilibrio del quiero y no debo, entre el miedo que te frena y la inconsciencia que te impulsa. Y es algo a negociar durante 24/7 contigo misma, a veces tu peor contrincante.
Cuando se ponga el sol en esta avenida diré adiós al grupo para empezar el viaje por mi cuenta. Salir del caparazón. Retarme. Desubicarme. Y tengo… ganas. Así que cuando empiece la noche el jeep me dejará en Tsimahavaobe vendida a mi suerte.
Todo lo que sé es que tengo que desviarme a mano derecha en el Karaoke Karafun’s y a medio camino, en la noche aplastante de África, bajarme en la Escuela La Fountaine en la periferia de Morondava. Allí me espera un hombre del que sólo sé su nombre: Djaoly Ernest que me dará alojamiento.
Y allá voy. A su casa. En la noche. No hablo francés ni él inglés.
Pego mi espalda con fuerza al tronco e inspiro…
Djoly es el padre de un nuevo conocido de Morondava que vive en España. Lleva meses siendo un apoyo en la distancia ayudándome en la preparación del viaje con contactos y resolviendo dudas. Tras haber sentido que puede confiar en mi, me invita a su casa vacía; y yo, dando un salto de fe, acepto.
Porque… tengo que intentarlo. No todos los días se tiene la oportunidad de dormir en una escuela en Morondava. Escuela que tras lo visto y vivido en Madagascar, se convierte a mis ojos en una catedral o un mausoleo.
Me acompañan en el jeep Bernis, Thelma, Theresa y Wally. Al girar a la derecha en el Karafun’s y mientras avanzamos en la noche, lo noto. Siento sus alientos de duda y su olor de miedo tras mi nuca.
Sara, ¿dónde te estás metiendo?.
Al llegar a lo que se supone que es la escuela, solo hay murallas. Mientras el coche da la vuelta salen del portal 3 personas y todo ocurre… muy deprisa.
Me despido de Bernis mientras le doy un billete: “no es propina – le digo – es para ayudarte a comprar una nueva biblia”. También me despido de Thelma, Theresa y Wally quienes fueron imprescindibles para aclimatarme a la aspereza de este país.
Quedo a solas con estas tres personas que no conozco en una penumbra que me asusta y un calor que me aletarga. Sin francés, sin poder usar mi inglés y con una elocuencia dormida por la falta de sueño. Y con el cansancio de sentir la presión constante de todas estas decisiones.
Me presento a Djaoly mientras me apunta con una linterna y al que acompañan un hombre y una mujer. El hombre me quita la mochila de la espalda mientras el jeep se aleja. Djaoly me lleva a ver el lugar donde voy a pasar las próximas 3 noches pero no veo nada de lo que hay alrededor, no hay luz ni dentro ni fuera de casa. Pero iluminando nuestro camino con velas y linternas, me ubico: estoy en una casa de dos plantas independientes, la de arriba será completa para mí, la de abajo de Djaoly y en el patio trasero la Escuela La Fountaine.
Así que a pesar de la noche y su oscuridad, a pesar de historias de dahalos en mi mente y el miedo en mi cuerpo, estoy en una casa malagasy tras ser adoptada por gente generosa que me abren las puertas de su casa.
Y tengo aquí además… un objetivo.
Les haré unas fotos y un vídeo, por si les fuese útil en algún momento, y me encanta sentir que tengo un objetivo en Madagascar y que puedo ofrecer algo más que limosna y sobras a este país.
Me encanta completar misiones. Me encanta transitar con rumbo.
Así que a pesar de los problemas y dudas, empiezo a creer. Y al amanecer, en esa mañana de sábado, me despierta el sonido de niños jugando en el patio trasero de lo que es ya mi hogar en Morondava.
Peta Djaoly en la puerta: “están aquí por tí, Sara”.
Y salgo mientras los niños me saludan desde el patio haciéndome sentir cual reina en su castillo con llaves, familia y una pausa al fin en Morondava.
Escrito en Addis Ababa el 24-11-18
Sobre experiencia en Morondava el 16-11-18