Morondava, Madagascar 07

Días 08, 09 y 10: Morondava

Una de las ventajas que tengo es que al planificar un viaje, preveo exactamente cómo me va a hacer sentir un lugar.

Y pocas veces falla.

Con Morondava sabía que sería un buen lugar para empezar a relajarme, ya habría tomado conciencia y contacto con el funcionamiento del país. Además es un pueblo costero (algo que siempre templa las altas diferencias sociales), hay cultura rastafari y tiene playa, por supuesto.

Todos estos ingredientes después de una aventura vivida harían de mi estancia en Morondava un respiro y me abriría.

Pero no fue así.

No por Morondava que es maravillosa y el único lugar hasta el momento donde no me pidieron nada. Sí tuve respiro pero no conseguí abrirme y estos dos días y medio pasaron sin demasiado que contar.

Aquí me despertaba sin reloj en cuanto la luz entraba en la casa (muy temprano a las 5 de la mañana). Me levantaba de la cama con un objetivo que cumplía feliz tras desayunar con Djaoly quien me esperaba paciente para tomar el café. Tras desayunar, grabábamos recursos, entrevistas o el funcionamiento real de la escuela. Al acabar lo acompañaba a comprar el pan o lo que fuese necesario en su coche conducido por un chófer, porque sí, viví en una casa pudiente malagasy.

A mediodía volvíamos a casa sin prisa para comer con su tía para después, cuando él tomaba una siesta, yo cogía un tuk tuk para ir al centro o a la playa (que no usé) o me recluía a descansar y escribir.

Y así… repetir durante toda mi estancia en Morondava.

También me frustré. Mucho. No me reconocía y no creo que Djaoly se mereciese conocer a la versión más agotada de mí misma. Por lo que aunque creía saber cómo me haría sentir este lugar, nunca previ el cómo estaría yo al llegar a Morondava.

Mi cuerpo me pedía una y otra vez reposo, me pedía aislarme. Me doy cuenta cuando ceno estando sola por primera vez en este viaje que estaba desperezándome todavía en la estrenada independencia tras dejar el grupo y necesité toda la energía para pasar tiempo sola y curtirme en las calles de Madagascar. Recorrerlas, averiguar qué frases necesito y ser más ágil con los pagos y billetes. Necesito quitarme de una vez por todas este fétido olor a turista.

Empecé a sentir también la gran lastra del idioma, me caía como una bofetada el no poder expresarme para agradecer, contar chistes o evitar timos. Mi mínimo francés me reducía a la supervivencia de las comidas, desplazamientos, contestaciones por la calle y conversaciones electrónicas.

Me sentí extraterrestre y fuera de lugar, pero a nadie (más que a mí) parecía importarle.

Al lado de casa un karaoke con música cada noche, en el centro el Oasis de Jean Le Rasta llamándome, y aún así, a pesar de tener conocidos con los que disfrutar la noche, preferí omitirme y recluirme en este palacio cómodo y seguro que habían puesto para mí.

Creo que fue ese calor que me anulaba o que lo vivido hasta ahora fue más duro física y mentalmente de lo que mi conciencia es capaz de reconocer. Así que creo que necesitaba más esa calma, esa seguridad reconfortante que cualquier baile o formalidad social.

Nunca me imaginé que estando lejos, tan sola y desubicada fuese tan duro. O quizás lo es porque no estoy sola. Llevo desde que llegué rodeada de gente y siento que no correspondo, que no soy lo suficientemente buena. Y eso. Me hace llorar.

Y me recluí, como princesa en estos muros al sentir todo el peso de mi osadía, al entender que mi mente y mi piel son de un animal humano.

Y no me arrepiento.

Porque puse al día mi cuerpo, mi colada y mis pensamientos. Escribí e hice fotos. Grabé un vídeo y me rodeé de niños en la escuela. Planifiqué mis siguientes pasos en Madagascar con reservas y decisiones y comí cada día con Djaoly Ernest, excomandante de la Marina de Morondava, e intenté abrirme, solo a él en este pueblo.

Y a pesar del francés y el calor… me dejé cuidar.

E igual ese es el problema. Que no estoy… acostumbrada.

Escrito en Santiago de Compostela el 27-11-18 

Sobre experiencia en Morondava el 17, 18 y 19-11-18

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