Día 10 y 11: Nungwi
Estoy en un puto paraíso. Paraíso de verdad, los de postal. Agua turquesa, cristalina, arena blanca, temperatura tropical y cocoteros. Puedo al fin vestir pantalón corto y sumergirme en el mar. Y no me siento feliz. Estoy en guardia, en alerta más tiempo del que quisiera.
Nungwi, nos moríamos por venir y con googlearlo sabréis por qué; lo elegimos en vez de zonas cercanas por tener al lado el pueblo, la siempre atractiva vida local. Llegamos en dalla-dalla y al bajarnos nos sorprendió la aldea que era. Cajelleamos cargados con las mochilas sin sentirnos extraños después de llevar 10 días en el país, por calles de tierra que no aparecen en google maps ni vista satélite. Sin sentido, sin señales, sin vida. Lo que primero hizo ponerme en guardia fue el no encontrar el hostal donde en teoría estaba su ubicación (aquí no hay nombres en las calles). No está. Preguntamos y nadie lo conoce. A día de hoy todavía no pudimos encontrarlo.
Pasamos al plan B, una recomendación que ya queríamos mirar para nuestra segunda noche aquí: Jambo Brothers. Encontramos a un hombre de camino, que con una mirada perdida y una lengua que se le trababa nos aborda y de una forma intrusiva como es habitual, nos pregunta si buscamos alojamiento, si buscamos el Jambo Brothers. Acierta. El pelo se me eriza y empieza a nacer una coraza mientras él nos sigue. Por el camino encontramos a un segundo hombre, similar al primero (que ahora sé que se llaman beach-boys), también se une y nos acompaña en nuestra búsqueda, convirtiéndonos en una procesión de almas que no acabo de entender. Nunca lo sabré porque de mi piel salieron espinas, arma de defensa personal, una coraza fuerte. Era firme, directa y desconfiada. Ni miradas amables consiguieron desarmarme.
Llegamos al Jambo Brothers, donde la recepción estaba custodiado por otras tres personas, ninguna a quien buscábamos, ninguna siquiera trabajadores. Se acerca desde lejos el dueño, me habla del precio y condiciones, pero yo no podía escuchar al tener sobre nuestra nuca tantos ojos observando en un lugar que estoy sintiendo como demasiado extraño. Mi neurosis estalla, no le creo al dueño que los bungalows que nos está enseñando sea los de Jambo Brothers y nos fuimos de ahí, buscando otros precios, escapando pero nos siguen en nuestra búsqueda. Recapacitamos, volvemos, y aunque con la misma desconfianza, ahora estoy dispuesta a escuchar. Sigo ruda, tensa y firme. En este caso nos vale para conseguir un muy buen precio (menos de 10€ cada uno por bugalows individuales en la playa con desayuno incluido).
Nos vamos a la playa, a por el primer baño de Tanzania que tanto necesitábamos, y yo esperando que ahí, en el siempre curador océano, la coraza se fuese desarmando. Algo que fue imposible. Me da la bienvenida en el agua una medusa y en la arena, mi paraíso, está LLENO de beach-boys, vendedores de souvenirs, tours y drogas. Una ciudad fantasma, o quizás un lugar lleno fantasmas. Almas en pena purgando, expiando los pecados de estar enganchados y/o ser pobres, a base de acosar al turista.
Si con alguien me quedo es con Fátima. Me ofrece tatuaje de henna, hacerme trenzas en el pelo o un masaje. Insiste. Extrañamente se crea un vínculo con ella que no quiero, pero está creciendo. Cada vez que la veo me habla, me sigue, me aconseja y me habla de su vida, su triste vida, sus tres hijos, el no tener dinero y el marido que le pega y se mete demasiada coca. Yo solo puedo pensar en a qué debe estar enganchada ella.
Jairo y yo hoy amanecimos mejor. Nos sentimos más cómodos al encontrar por fin en Kendwa, en teoría la mejor zona, la calma que necesitábamos. Nos sentimos durante unas horas solos, libres de almas, libres de acosos. Volvemos a Nungwi. Jairo se une a un grupo a jugar al fútbol mientras cae el sol y me tomo ese atardecer para mí sola, como un regalo por tener una coraza que funciona. Esa soledad que tanto disfruto me veo obligada a compartirla con Fátima, omnipresente siempre a mi lado, compartiendo silencio a veces, compartiendo confesiones otras. No le creo pero decido hacerme una trenza con ella. No por la trenza, no por ayudar, sino para pagar mi libertad, o quizás una mezcla de las tres.
Me sorprende su profesionalidad. Me presenta a su jefa y me lleva a un salón donde me harán la trenza. Me sorprende su humanidad, pues mientras su jefa tiraba y hacía, Fátima posaba sus manos sobre mi cabeza, contrarrestando y acariciando, con un cariño que no estaba incluido en el precio.
A pesar de no saber hasta donde llega su sinceridad, esas caricias consiguieron desarmarme al fin, pudiendo firmar una tregua con este sitio, lugar donde la foto no puede ser más increíble, pero alrededor, en ese conocido fuera de campo compruebas que todo paraíso tiene una parte de infierno.
Deseo también que todo infierno, como el que pueda vivir Fátima, tenga a su vez algo de paraíso.
SARA HORTA. 13-05-16, Nungwi