Boracay, Filipinas 10

Día 16, 17 y 18 – Boracay

Y por fin… Boracay

Tengo tanto de contar de Boracay como de esconder. Lo amé tanto como creí que lo odiaría, fue tan fácil como difícil, y era tan fuerte el deseo de ir tan que al final no quise marcharme.

Allí fui yo. Gané alas. Mi risa fue más sincera y mis miedos más pequeños. Boracay consiguió al fin relajarme y al hacerlo pude ser libre… y enseñarle quien soy al mundo.

Pensé mucho si venir o no. Genera amor y odio. Durante el viaje preguntaba uno a uno a los viajeros que me encontraba, buscaba argumentos para ir o no ir. Quienes no estuvieron me daban los mil motivos por los que no la habían incluído en su ruta; sin embargo, los que sí, de forma unánime me decían que fuera a Boracay.

Y creyendo que conseguiría unas vacaciones dentro de mis vacaciones llegué a esta isla diminuta, isla en la que solo encontraría una playa (aunque una de las mejores) abarrotada de turistas, hoteles y restaurantes. Sabía que odiaría su falta de personalidad. Creía que Boracay no sería Filipinas… pero qué equivocada estaba.

La temperatura, los colores de las tantas luces en la playa por la noche, así como las palmeras perfectas hacen que al llegar en un bote suicida, sienta que hice bien en haber elegido este lugar.

Me encuentro cómoda. Un buen hostel con buenos compañeros. Buena comida, tranquilidad, sol y playa. Paso mi primer día descansando al fin de este viaje itinerante, buscando los motivos para poder enjuiciar por mi misma si Boracay vale o no vale la pena. Es turística, sí… pero es una clase de turismo que no acostumbro a ver. Asiáticos por todas partes, con extrañas ropas y artilugios; mientras el atardecer, intenso y duradero, se toma su tiempo en teñir el cielo de intensos colores. Su luz transforma a mi alrededor a esas personas y personajes de extraños a hermosos, esa luz crea sin quererlo belleza en todas partes.

Por la noche la playa da paso a música y ambiente. Salgo a buscar un lugar para cenar pero camino y camino y camino…. sobran bares, aún así doy la vuelta y sigo caminando, caminando, caminando…

Freno, pienso, y me veo a mí misma sin saber qué mesa elegir. Nunca tuve problema en comer sola, pero en ese precioso y festivo lugar donde la gente va a disfrutar con familia, amigos y pareja, al estar sola me siento vulnerable, me hace sentir avergonzada.

A los 10 segundos borro esos conceptos de mi mente y solo por pura testarudez que nos caracteriza a los tauro me siento en la primera mesa que veo, aunque sea sola, en ese bullicioso lugar. Ahí me doy cuenta de que Boracay es tan vibrante y frenético que nadie se detiene a mirarte, y mucho menos a juzgarte. Pido en mi anonimato y saco mi libreta, esta constante compañía.

Mientras divago aparece frente a mi una de las mujeres más hermosas que vi nunca, con esa clase de belleza que tiene quien no pretende serlo a pesar de su pelo rubio y ojos azules, de su figura esbelta y andar delicado.

Se sienta en la mesa de al lado, y está… sola.

Empatizo al momento. No sé los paseos que daría hasta decidirse a elegir esa mesa; si esa mesa la estaba llamando, o quizás al verme, a esta solitaria que escribe, fue suficiente para sentarse y pedir, en el medio de toda esa gente.

No soy capaz de estar callada, y así como quien tiene la osadía de meterse donde no le llaman aprovecho el primer cruce de miradas para espetarle un rotundo, aunque sonriente «¿estás sola?». Se le ilumina la cara y con su expresión de alivio y agradecimiento, sin mediar más palabra de por medio, coge sus cosas y se sienta a mi lado.

Hablamos durante horas, me explica sin yo preguntar y yo me sincero sin apenas conocernos. Noto una conexión instantánea, esa clase de conexión que no necesita de palabras para aceptar una invitación muda.

Y es a partir de esa noche cuando todas las vivencias de Boracay están vinculadas a ella. Todas. Fuimos cómplices y en su apoyo me sentí libre y fuerte. La escuché y ella me conoció. En poco tiempo podríamos decir que nos hicimos amigas. Exploramos la isla, dijimos que sí a todo, ampliamos el grupo y salimos de fiesta. Fuimos en moto de tres y en triciclo de cuatro. Encontramos a la española-colombiana y a los demás representantes del planeta. Bailamos, bebimos y conocimos gente. Vivimos fuerte e intenso, esa clase de vivencias que no quedan reflejadas en fotos ni en textos, y allí, en la simpleza de estar segura y acompañada, fui feliz.

Ella rubia y yo morena; ella grácil y yo imperfecta; ella tímida y yo desvergonzada…. y juntas…. fuimos imbatibles. Cree que somos diferentes pero ella es yo, y yo soy ella, solo que en diferentes puntos de nuestra vida. Y verla a través del espejo del tiempo hace que conecte todavía más con ella. Con su apoyo expando mis alas, las mismas alas que a ella también le están creciendo; y entre nosotras nace, un vínculo para siempre.

Boracay me dio sol, salitre y arena. Me dio reggae y ron Tanduay, me dio resaca y descanso. Me dio a Kate y más conocidos. Pero lo que más aprecio de esta isla es que me dio Filipinas en el medio de la no personalidad.

Conocí a gente que me abrió las puertas de sus casas, casas de las montañas de Boracay, un lugar que parece gardar y respetar la esencia de la auténtica Filipinas. No veo objeto en el ir, ver y no quedarse, así que por puro respeto mantengo la distancia a pesar de que llamaba por mi como un fuerte campo magnético, como una palabra de un Dios hacia un creyente fiel.

Planeé por un momento replantear ruta para vivir por el día en la playa como una sirena, y por las noches en las montañas con los lobos. Pero no, mi religión no es otra que la de seguir mi propio camino, camino que también me llama; y así, entre la noche, plumas y brazaletes digo adiós a todos los que allí conocí, a todos los que allí me hicieron tan feliz.

Pero entre todos los adiós, hubo un uno que sonó a hasta pronto: Ekaterina. No tengo ninguna duda que este vínculo cósmico que nos unió hará que coincidamos de nuevo en otra mesa de otro restaurante en cualquier lugar bullicioso de este mundo, cuando nos necesitemos la una a la otra.

SARA HORTA. Madrid, 3-03-2017

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