Tsiribihina River, Madagascar 04

Día 04: Tsiribihina River

Seguimos el descenso del río Tsiribihina, 130 km en canoa de madera. 

Me despierto en esa primera mañana sin baño y no puedo describir hasta qué parte de mi cuerpo tiene arena, arena de esa duna que se revuelve cuando llega la ventisca de la tarde. Desde el lagrimal hasta el último pliegue de mi piel, tierra en las uñas y toda mi ropa sucia. Y esto, que solo acaba de empezar, es lo que me espera durante día y medio más, algo que semeja interminable.

A las 9 de la mañana el sol es tan fuerte que ya vuelvo a querer morir. No perdona, parece querer vengarse por haberlo abandonado viviendo el invierno en Compostela. Y a pesar de ser buena amante del verano, deseé durante horas que lloviese, para limpiarme y calmarme.

Y lo hizo, claro que lo hizo. Pero con demasiada dureza, como todo en esta isla.

Cada vez que paramos en un poblado a orillas del río, los niños se pelean por ser los primeros en cogernos las manos mientras compadezco a quienes me eligen a mi, porque soy… una auténtica inútil.

Solo puedo ofrecerles el dejarme hacer trenzas en el pelo, algo que aquí, y el estar sentada en calma junto a ellas, sí parece ser suficiente. 

Por lo que en cada parada, un nuevo recuerdo y con ello (con su forma sobre mi cabeza) me subo a la canoa con mi bolsa más ligera. Dejo atrás alguna de las muchas absurdeces que traje, sabiendo que aquí harían feliz a otro ser humano. 

En algunos poblados dejábamos medicinas a embarazadas o señoras mayores y en otros vimos como toda la comunidad se reúne para buscar el cuerpo de un vecino epiléptico.

O en otros poblados la gente se acerca simplemente para vernos comer. Amar es el primero y le da sus sobras, algo que por supuesto estoy dispuesta a darles, pero me parecía tan infrahumano dar espinas y arroz en blanco a otra persona, que nunca se me había pasado por la cabeza.

Sin embargo, Amar, coge un plato de sobras y se lo pone delante. Como hacemos en casa con los perros.

Se me quebró el corazón en mil astillas al ver que se abalanzaban al plato y lo devolvían pulcro, sin espinas y con el tenedor y cuchillo ordenados a un lado.

No sé qué me duele más, el verme en este estado de bloqueo (o shock emocional) o verme a mí misma dándole las sobras a otras personas. Cuando pude haberles dado el plato entero.

Se lo acerco y miro para otro lado, mientras me odio a mí misma por comportarme así.

Justo tras ese momento llegó la lluvia, casi como un reflejo anímico o como un castigo divino. Cayeron gotas de agua desde el momento en que pusimos el primer pie en la canoa. Gotas que se fueron haciendo violentas y salvajes. Gotas que llamaron al viento y nos obligaron a recalcular la ruta. Viento que nos hizo recordar que si pedíamos agua, tendríamos agua. 

Vamos a tierra y nos resguardamos en cabañas, con madres que dan el pecho a sus bebés y padres que autorizan compartir su refugio con estos vahazs.

En cuanto la lluvia nos da tregua, decidimos ir a acampar lo antes posible, por si la furia vuelve. Pero antes de la cena, esa recompensa tras cada travesía, un temporal nos rodea con dos tormentas en opuestas direcciones. Y el castigo, que continúa, nos hace llegar primero una, y como burla del viento, también la otra.

En todas las tiendas de campaña entró agua. Todas. Los malagasy se repartieron entre nuestras tiendas, y mientas nos ayudaban a mantener secas nuestras cosas y las tiendas ancladas a tierra, aprovechaban y se resguardaban. Porque ahí, me confiesan que ellos duermen bajo la luz de la luna, y cuando hay lluvia, al frío de la noche. Y me pareció barato cada ariary del millón que pagué por este tour.

En esas tormentas eléctricas, donde los vientos y los rayos cargaban contra quienes osaban entrometerse en sus leyes naturales, provocan que Bernis, como un ángel siempre a mi lado, me contase historias de dahalos en la noche. Me confesó sus miedos y lo que sintió cuando le robaron su alianza y su biblia tras apuntarle con tres rifles (uno al frente, dos a los lados), todo después de romperle a cuchillazos su tienda de campaña.

-Madagascar es salvaje – me confesó – por eso disfrutamos de las pequeñas cosas. Cada día. Porque hoy estamos, mañana no estamos. Por el menor motivo.

Y en sus ojos ví que lo decía de verdad. Con el miedo y la honradez de quien confiesa para liberarse.

Así que si quería escapar, lo he conseguido. No puedo estar en un sitio más remoto que en este río al que apenas llegan carreteras y más desconectada que durante dos días y medio sin teléfono y sin luz. Y con tormenta. Y con historias.

Aún así, paró el temporal y llegó la cena. En mi tienda mojada conseguí dormir y despertarme entre pesadillas. 

Siento esa noche cómo mi piel se va despertando y reconciliando con un verano que no debió dejar. Empiezo a conectar con el estado más salvaje de lo que llevo dentro, a sentir emoción viva a flor de piel.

Y me asombra,

me abruma

y me aterra.

Escrito en Morondava el 17-11-18

Sobre experiencia en Río Tsiribihina el 13-11-18

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