Mactán Island, Filipinas 09

Día 14 y 15: Mactan Island

Estoy en un hostel que es una auténtica casa de locos, pero locos de verdad, de los que salen en las películas de terror. Como en un circo de variedades, como en un antiguo espectáculo de feria, transitan frente a mí auténticos personajes de locura, con muchos de los cuales, comparto cuarto.

El hostel es moderno, pero tan descuidado y sucio, que en él siento por primera vez… asco… de no tocar paredes, de no usar su baño. La encargada, una ladyboy pasota y borde que si pudiese hablar sin abrir la boca o caminar sin mover los pies, lo haría. Sus amigos usan las instalaciones comunes del hostel como si fuese su propia casa, entre ellos una chica tímida y un señor extraño de grandes colmillos que siempre va sin camiseta. En mi cuarto una pareja de japoneses que estoy segura de que viven en una realidad paralela ya que pasan a través nuestra como si fuésemos fantasmas. Ella, acuclillada sobre sus caderas en la cama lee sin parar un libro infantil mientras se mece a sí misma, durante horas. Y Albert… él es quizás el más cuerdo de los locos aunque su fija mirada de ojos enormes cuando te hace preguntas incómodas, para después reír, a carcajadas, con ese pelo canoso, largo y rizado, crispado… me recuerda a un sombrerero loco y automáticamente me veo tomando el té en esa mesa sucia, en una atmósfera irreal mientras siento que pierdo el tiempo, en el peor lugar del mundo.

Llego al ecuador de mi viaje y estoy deseando que pasen las horas, y eso… no debe ser bueno.

Por la mañana intento desayunar en esa cocina usada y asearme en ese baño húmedo. Me frustro al ver que el tiempo, un temporal de lluvia que amenaza con no parar, me tendrá allí retenida en esas paredes de terror.

Como quien espera una señal, miro el reloj del móvil con insistencia, todavía faltan 8 horas para mi vuelo… desespero…

… cuando recibo un mensaje de Wendy.

Conocí a Wendy y las demás en un ferry lanzadera que cogí el día anterior cuando no sabía qué hacer, cuando no sabía a dónde ir. Fui errando de bus en bus y ferry en ferry sintiéndome una desterrada frustrada y sin un plan hasta que llegué a Cebú.

Una vez allí cargué con mi mochila de 15kg para buscar bajo un calor asfixiante una buena opción para pasar la noche. Pregunté, busqué oficina de turismo, me marearon, nadie sabía donde estaba… Fui al ayuntamiento, a la policía y finalmente un agente me acompañó a la delegación del gobierno de turismo en Cebú.

Allí no saben responder a mis preguntas y definitivamente… me rendí. Reservé habitación lo más cerca del aeropuerto para dejar que pasen las horas hasta que salga mi vuelo. Me quiero ir.

Evitando pagar taxis, encontré el ferry lanzadera que me lleva a Mactán Island, donde conocí a Wendy.

Hoy ella se acuerda de que quería ir a la playa y en el mensaje que recibo lamenta que el tiempo no me lo permita.

Seguimos hablando.

– Puedo acercarme ahí, tomamos un café en tu hostel y después te llevo al centro comercial si quieres, es mi día libre.

Leo y se hace la luz, veo que quizás pueda tener un plan, aunque se me ponen los pelos de punta pensando en que pueda meter a esa buena mujer en este lugar de película.

– ¡Sí, Wendy! ¡Me encantaría! Pero si te parece, mejor quedamos en un café o bar, en el hostel no estoy muy cómoda por lo que podemos vernos en otro sitio, más cerca de tu casa para que no tengas que desplazarte, no me importa coger un triciclo.

No contesta

Miro la pantalla del móvil esperando una respuesta cuando leo: «Llamada entrante de Wendy Lapu-Lapu»

– ¡Hola Wendy, buenos días!

– Sara, mira… Mi casa es humilde, no está muy limpia y está llena de trastos… pero si ahí no estás a gusto haz la maleta y te recojo, vente para mi casa. Aunque no es gran cosa, estarás cómoda.

Casi empiezo a llorar. Ella, auténtica filipina generosa, sentía un absurdo complejo sobre su casa humilde, no muy limpia y llena de trastos. Suponía que los europeos estamos acostumbrados a otro tipo de casas, pero sí, no deseo más que moverme de ese hostel de sanitarios modernos para irme a donde sea, pero un lugar que me haga sentir bienvenida. Y ella, amigable y hospitalaria me está liberando de las cadenas en esa jaula de grillos donde perder la cordura era mi siguiente paso.

Cojo el triciclo hasta la estación Shell Tamiya. Llueve, llueve como hasta ahora no había visto llover en Filipinas. Wendy me está esperando a mí y a mi gran mochila con un paraguas y una sonrisa

– Vamos, vayamos a mi casa a dejar las cosas.

Me ofrece un techo ante esta lluvia y me da un abrazo que me calma la ansiedad por sentir que estoy perdiendo el tiempo. Me arropa al fin en un lugar que me acepta, me da un hogar por unas horas.

Abandonamos la carretera general y con ella, las aceras, el asfalto y el cemento. Caminos de tierra convertidos en lodo por la fuerte lluvia me hace resbalar un par de veces. Wendy me sujeta y se ríe.

Me ofrezco a que, ya que tenemos tiempo, podría ir al mercado y comprar algo para cocinar comida española. Se ríe.

– Vayamos primero a mi casa, después podremos ir juntas al mercado

No me creo la felicidad que siento al respirar profundo mientras me mojo los pies y resbalo en esos caminos de tierra.

Para llegar a su casa cruzamos un terreno arenoso a modo de zona comunitaria de los vecinos. Ahora está llena de baches y charcos, pero me imagino tardes soleadas donde los niños seguro que pasarán horas jugando.

El interior de su casa comunica con la explanada por un ancho pasillo. En él, un mostrador lleno de dulces y un escritorio con ordenador.

– ¿Tienes una tienda? – había visto cientos de ellas en todo Filipinas

– Sí, una pequeña tienda donde los niños vienen a comprar caramelos y un ordenador con conexión a internet, que por unos pocos pesos pueden usar para jugar.

– ¡Entonces no solo eres ama de casa Wendy! ¡También eres empresaria!

Se ríe.

La tienda da paso a su cocina y sala de estar, quita el plástico protector la televisión «por las goteras», se ríe de nuevo. Siempre se ríe. La enciende, me ofrece una silla y su carácter filipino me recuerda tanto a la hospitalidad española y sobre todo gallega…

– ¡Siéntate! Deja la mochila por ahí. ¿Quieres un café?, ¿una cerveza? ¿Como que nada? ¿Segura?

Se levanta, abre la nevera y saca una Red Horse de litro bien fría. Dos vasos de la alacena y brindamos con cerveza. Escuchamos la televisión y la lluvia. Llueve de forma constante sobre el techado de esa casa humilde que me hace sentir en familia.

Hablamos de su casa y de la mía, de cómo funciona Filipinas y España. Sobre nuestras familias, sobre sus viajes y los míos.

Bebemos, brindamos, reímos y nos olvidamos del tiempo, de la lluvia y de las diferencias.

Me ofrece su comida, abrimos más cerveza y se sirve de su propia tienda para traer bolsitas de patatas.

Cuando los niños salen del colegio aparecen, poco a poco a comprar chucherías y jugar con el ordenador. Ella se disculpa por levantarse y dejarme en la cocina sola. Mientras los atiende aprovecho para asomarme por la puerta para ver desde una pequeña distancia, desde esa trastienda que es su hogar, cómo entrega caramelos, conexión y útiles a sus vecinos.

Su gata naranja y embarazada aparece ronroneando entre mis piernas y me mira con su único ojo, y es ese único ojo lo que me hace tomar conciencia de lo tan increíble que es ese momento…

Parece todo irreal, ese gato, esa casa filipina, Wendy vendiendo caramelos y esa lluvia que no cesa, que casi me retiene en esa casa de locos. Parece tan irreal como magia, como un sueño consciente. Sigo respirando profundo y me sigo sintiendo feliz. Ese tiempo con ella me recuerda a las largas sobremesas con familia, entre café y café, entre bizcochos y aperitivos, entre el cariño y la simpleza de quién ya no necesita nada más.

Bastó sentarme a su lado en ese ferry, bastó que ella empatizase conmigo al buscar una referencia de precio, bastó que compartiésemos triciclo, y bastó el que yo me sincerase y dijese en voz alta que no estaba bien; para que ella, hasta entonces desconocida, me abriese la puerta de su casa y de su vida y se cayesen los muros que tanto ella como yo creíamos que nos separaban.

Pasan las horas, y llega el momento que tanto deseaba, tengo que coger ese avión para marcharme lejos; aunque ahora esa mujer con su sentido del humor me hace ver que no tengo por qué seguir escapando. Aún así me acompaña, Jeepney tras Jeepney, paso a paso hasta el aeropuerto, hasta que nos despedimos en la puerta de control.

Para llegar sorteamos charcos, mancho los pies de barro (otra vez) y ella, en cuanto llegamos a la carretera, compra agua en una bolsita por un peso para lavarme los pies con cariño en la lluvia, en esa Shell Tamiya. Soy una más, casi con los pies descalzos, por caminos enlodados lejos del asfalto… sin ser tan diferente, pues también ella va casi descalza y también se limpia sus pies manchados.
Te agradezco tanto el haberme dado ese día Wendy, me diste con tu hospitalidad y humildad la calma y el sosiego en este viaje de escalas y sin paradas. Tenía que contarlo al mundo.

Temías que señalase las diferencias, pero solo agradezco, de corazón abierto, que haya gente como tú en el mundo. Me has hecho sentido una igual y una más en tu vida, vida que quizás tu veas como sucia, humilde y llena de trastos, pero yo solo veo una vida verdadera y completa.
Te deseo lo mejor. Ten fuerza para seguir sanando y rescatando a gente que vive en auténticos mundo de locos.

SARA HORTA. Port Barton, 24-02-2017

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