Kumugima, Indonesia 04

Día 04 y 05: Kumugima

Lo tengo todo atragantado porque lo vivido en las montañas de Papúa es, con diferencia, de la mayor crudeza y verdad que viví en estos viajes.

Quizás porque estuve lo más fuera de mi realidad durante más tiempo. Igual porque me expuse, fui observada y tuve que confiar en que estaría a salvo con esta familia, que estaría a salvo incluso con mi propio guía.

Familia que mereció todos los pocos regalos que traje. Di conchas a una mujer que teje bolsos, conchas de un mar que nunca vio, posiblemente ni en fotos. Estrené libros con el frontal colgado del techo, donde niños y adultos pedían hojas para colorear.

Escuché muchas historias y Bob, sincerándose conmigo, me contó incluso las que no puede decir en voz alta, historias que pondrían en peligro a su propia familia. Me habló también de arrepentimientos por haber estado donde no debía, algo que tuvo consecuencias (físicas y emocionales) para él. Y me confiesa en voz baja que el canibalismo no solo existió, sino que está extinto sólo a ojos del sistema (para evitar represalias). Él no puede confirmar ni desmentir que se siga practicando en algunas tribus más del sur.

Y entre historias bajo el manto de humo, siento paz por estar aquí. En esa paz me tumbo cuando estoy cansada mientras hablan en ese runrun grave y moderado, hasta que quedo dormida. Agus me despierta con un amable “Sara, please”, invitándome a tumbarme en una especie de plástico que extendió a modo de esterilla en el suelo, para evitar así pequeños insectos que pudiese haber entre la paja.

Y Paul, el jefe de 35 años que me faltaba por conocer, aparece en el último día para que hablemos sin intérprete largo y tendido hasta creer conocernos. Toca la guitarra para mí, me regala dos de sus collares y me agradece que haya venido de tan lejos para conocer su poblado y su cultura.

Esa dulzura, ese sentirme parte de algo, es imposible vivirlo en una visita de un día, aquí lo aprendí. Porque todo requiere un proceso, sobre todo al calibrar cómo somos cuando en apariencia todo semeja tan diferente. Conocerlos y darles el tiempo para que me observen, que se sorprendan con mi piel blanca, mi pelo relativamente lacio, mis cremas y mis ropas modernas.

*Porque la magia sólo existe en esa reciprocidad.

Pero tengo que irme de aquí, ver otros lugares. Y para salir tengo que volver a hacer noche en Wamena, algo que me da escalofríos.

Echaré de menos la calma, el ir descalza por todos los caminos, el pintar mandalas con los niños y besar alguna mano. Me sentí bendecida por ver un ave del paraíso, sin sus plumas desplegadas, pero verlo… en libertad.

Dejaré de sentir la presión de que pueda arrepentirme de este viaje, por que no, ya todo ha valido la pena.

Y eso que no fue fácil. Tuve que dormir con la ropa puesta sobre el suelo y duplicar el grosor de mi piel con protector solar y repelente. Creé una coraza impenetrable y me fue imposible bajar la guardia (con lo agotador que es eso) en ningún momento. Fui al baño descalza en la oscuridad y por pura supervivencia fingí tener pesadillas en la noche.

Aún así, me emocioné al despedirme de Paul cuando agradece que haya venido… no sabe lo que dice.

No sabe lo que esto supone para mí, lo importante que es sentirse bienvenida y cuidada cuando por dentro todo tiembla de miedo. No sabe la fuerza que da el creerte vencedora en el desafío. No sabe lo que significa reiterarme que, aunque pueda haber monstruos en la noche, nada deberá frenarme, que nada me impedirá avanzar. Puedo llegar a unas montañas remotas de Papúa y, dejándome guiar por la intuición, ser recompensada por gente tan igual, hermanos de una única humanidad. Y la vuestra, generosa y tranquila, es muy grande.

Así que gracias a ti, Paul. Gracias a vosotros, poblado de Kumugina.

Gracias cuerpo, por resistirlo todo.

Gracias mente por ser tan fuerte y mostrarme el camino.

Te seguiré siempre.

Escrito en Kadidiri el 16–05-19

Sobre experiencia en Kumugima el 09 y 10-05-19

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