Tana Toraja, Indonesia 10

Días 15 y 16: Tana Toraja

Estoy en un funeral en el que no he visto ni una sola cara triste.

Estoy en Tana Toraja: el lugar donde se vive con los muertos.

Y aunque no tenía tiempo, me quedé más de la cuenta en este lugar, solo para poder ir con Piter Sui (sin bromas, es su nombre) al funeral, que se supone humilde, de Cristine, una mujer de 90 años.

El día anterior Piter me llevó a grutas llenas de huesos en un cementerio de ataúdes. Un lugar donde de entre el moho, la madera roída y las calaveras humanas, emergen los Tau-tau, figuras de madera a imagen del fallecido. También me llevó a ver nichos enormes en paredes de piedra vertical y otros diminutos en el tronco de un árbol. Estos últimos hogar reservado solamente para bebés de menos de un año, cuyo tronco los transporta de la tierra al cielo.

Y todo era necesario para poder entender la cultura Tana Toraja, la tercera y última tribu que vine a buscar.

Al día siguiente me dirijo en la moto al funeral de una anciana que no conozco, mientras me atormenta la idea de que seamos muchos turistas. No quiero ser cómplice de que un momento tan íntimo se acabe convirtiendo en un circo… por nuestra culpa.

Y también pienso en mi ropa… Piter me dejó una falda tradicional, pero ni él ni yo sabemos cómo ponerla. A cuánto más nos acercamos a la casa, más me preocupa que mi carta de presentación sean unas piernas blancas descubiertas. Tanto es así que en cuanto llegamos a las proximidades de la casa, bajo casi en marcha de la moto, absurdez por la que me quemo la pierna (una herida importante) y ni me entero. Piter me esconde en un improvisado local donde sirven café y una mujer me quita al fin el mayor rasgo de turista, me ayuda a camuflarme entre los demás. Me viste para mostrar mis respetos (como se merece) la familia de Cristine.

Todo es muy intenso. Hay muchísima gente, camiones constantes de los que descargan personas. El gentío, que no está triste ni alegre, genera alboroto. Se mueven rápido, parecen tener todos un objetivo y yo, intentando pasar desapercibida, me dirijo al patio de la casa, el epicentro de todo ese universo.

Allí están construidas decenas de casetas expresamente para el funeral y en ellas ofrecen sombra y café. Están llenas de personas, quizás unas 200-300, que traen constantemente arroz, cerdos vivos y vino de palma. Y al irse, dejan sitio para gente nueva, que nunca para de llegar.

Me recibe la familia, y no sé si es por vestir como ellos o por ir con un amigo de la familia, pero me ofrecen el mejor sitio de todas las casas, a vista de todos. Desde ahí, tomando café y dulces, sí veo turistas, pero van y vienen. No se quedan. Pasean con sus ropas modernas en busca de la mejor foto. Me doy cuenta que las mías hoy serán sacadas todas desde un mismo punto de vista, pero desde una posición tan privilegiada que por nada del mundo quiero abandonar.

Y no me siento turista, ni tampoco indonesia… Creo que aquí me siento por primera vez en el viaje… humana. Sin etiquetas.

Como en una feria, hay vendedores de globos, de helados y los perros merodean entre la carne recién cortada, esperando algún despiste. Las bisnietas de Cristine siguen a la madre recibiendo a los invitados. Todo esto en un calor bochornoso y escuchando, constantemente, cerdos gritando. Gritan por llegar incómodos en unas estructuras de bambú, como ofrenda a la familia. Algunos se los llevan escaleras abajo, donde los escuchas gritar todavía más fuerte, sabiendo perfectamente qué está pasando con ellos. También sonido de sopletes. Y poco después, la familia te ofrece arroz y cerdo para comer.

Ahí me doy cuenta de que si este viaje no consigue volverme vegetariana, nada (salvo una gran dosis de voluntad) podrá hacerlo.

Se pasan las horas trayendo y llevando cerdos. Matándolos, registrándolos, guardándolos vivos, repartiéndolos, subastándolos. Hasta que llega el momento más solemne del día, el único instante donde escucharé a una mujer llorar.

Bajan el cuerpo de Cristine al patio y en su honor se hace el silencio mientras acercan un búfalo. En ese silencio se escucha cómo se clavan tres estacas en el suelo, a las que atan la pierna del búfalo, que será sacrificado. Yo creía que estaba preparada para verlo, porque en Filipinas había estado en un ritual parecido, pero en cuanto el pegan el primer corte al cuello del animal, me doy cuenta de que no, no estaba preparada. En Filipinas solo lo había escuchado, nunca había visto eso. Y menos tan cerca.

Segundo corte. Lo grabo todo, simplemente para evitar concentrar la mirada en ningún punto, sabiendo que éste será un vídeo que nunca volveré a ver.

Tercer y último corte. En esos interminables minutos de horror y silencio, me doy cuenta de que el búfalo no emitió ni un solo sonido, solo se escucha su sangre al caer al suelo en un silencio secundado por los cerdos, que por un momento dejaron de gritar, o quizás, de morir.

Solo consigo respirar en cuanto el animal deja de moverse.

Estoy sudando. No sé si por estar tan cerca del fuego o porque todavía permanece en mi cuerpo el horror de ver la agonía de un búfalo, tan cerca, casi manchándome con su sangre, durante tanto tiempo.

Tras ese momento, todo sigue con normalidad mientras un grupo de personas descuartizan al animal para repartirlo en bolsas, sin importarme demasiado qué harán con ellas. Estoy pálida. Me invitan a alcohol como en las buenas fiestas pero solo a mí en esa caseta y por la amabilidad, bebo, reuniendo fuerzas de no sé dónde para mantenerme entera, comiendo eso, bebiendo eso, y viendo lo que le están haciendo a ese cuerpo inerte, mientras ya ninguna mujer llora por Cristine.

Y pasan las horas mientras yo sigo inmóvil hasta que me doy cuenta de que no sólo permanezco estática por guardar una posición privilegiada, sino porque sin ser consciente, creo que tengo miedo a marearme. Si me levanto, me caeré. No sé si por el vino blanco fermentado, por estar pendiente de no manchar mi ropa con sangre de carne muerta, por el calor que abrasa, o por todo el sudor que todavía sale por cada poro de mi cuerpo… Sudor frío de lo que he visto.

Y me tiemblan las piernas de la impresión, de toda esa hipocresía que revienta por dentro.

Cuando por fin soy capaz de reponerme, se elimina la parálisis y la belleza, entre el horror, aparece.

Consigo levantarme y recorro las estancias de la casa viendo cómo funciona todo y antes de irme me bendicen con cerdo en bambú recién salido de las brasas. Me quema las manos al cogerlo, pero es un regalo tan generoso y excesivo que no puedo rechazarlo. Me quema también las piernas al llevarlo de vuelta en la moto. Es un cilindro de bambú de un metro, relleno de cerdo valiosísimo, quizás de alguno de los que vi tirado y numerado que me hicieron estallar toda sensibilidad y empatía.

Pero esa generosidad… me hace recobrar la fe en lo natural y humano. Como siempre.

Dividí mi regalo con la familia de Piter y la familia del hotel, no podría comerme eso ni en una semana entera. A cambio pedí una pequeña porción de cerdo con un poco de arroz para cenar esa noche, justo antes de ponerme en movimiento. Otra vez.

Y sonreí cuando al entregarme el plato de comida, tenedor y cuchillo, mi primer impulso fuese comerlo con las manos

*como había hecho unas horas antes…

** como había hecho en todo mi viaje salvaje en Indonesia. Comiendo batata con los Dani, pescado con los Bajau y finalmente… cerdo en bambú con los Toraja.

Con mi ropa aún oliendo a funeral me preparo para coger un autobús nocturno hacia un Makassar que me sacará de esta isla, que me llevará de vuelta a Bali mientras siento que todo se ha acabado… cuando aún me quedan dos días enteros por delante.

Quizás mi viaje sí haya acabado,

o quizás empieza ahora… otra clase de aventura.

Escrito en Santiago de Compostela el 12-06-19

Sobre experiencia en Rantepao el 20 y 21-05-19

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