Día 03: Miandrivazo
Empieza, ahora sí, la aventura.
Mi idea con este tour es llegar al Tsingy de Bemaraha. Es un lugar poco accesible al que se puede llegar de dos formas: en 4×4 o descendiendo el río Tsiribihina. Tengo suerte de encontrar en Antsirabe a un grupo que quiere ir (por supuesto con descenso en canoa) en mis mismas condiciones.
Bernis será nuestro guía durante los próximos cinco días. Él cuida de esta extranjera agotada y sobrepasada, ayudándola a afrontar una aventura que será dura física y mentalmente. Bernis me ofrece ese tipo de ayuda no evidente de quien al preguntar “¿Puedo ir de nuevo delante contigo?” en vez de contestar con un “Sí”, me regala un amable “Siempre”.
Esa clase de bondad que habita en esa clase de sonrisa.
En la zona del embarcadero siento por primera vez lo que es llegar a un poblado, la primera vez que (literalmente) somos el centro de un universo.
Bajamos de la furgoneta 10 turistas, 1 guía, 1 cocinero y 5 barqueros y allí, mientras se apilan las mochilas en el carro nos empiezan a rodear los niños. No hablan inglés y muy pocos francés, aunque todos tienen una frase preparada: “¿Puedes darme…?”, seguido por “un bolígrafo”, “una botella de agua” o (en el menor de los casos) “unas monedas”.
Me pilló desprevenida. Mi mochila va en un carro dirección al río y no llevo nada encima, aún así me desprendo de las dos cosas que puedo: mi botella de agua vacía (el plástico lo venderán por unas pocas monedas) y se me rompe el alma -por primera vez- al ver cómo dos niños se pelean por ella.
Lo segundo es la pulsera que llevo en la muñeca. Fue un regalo y aunque en teoría no podía quitarse, se arranca casi por si misma de mi brazo. Me rompe el alma -por segunda vez- el cómo esa niña se la da a su hermana (aún bebé) que lleva en brazos, y sonríe orgullosa mientras ato esa rota pulsera en una muñeca pequeña.
Empezamos a caminar y todos nos acompañan hasta el río. Me pregunto si no deberían estar en el colegio siendo un lunes por la mañana y se me rompe el alma -por tercera vez en 15 minutos- cuando alguien me coge una mano. Y al momento la otra.
A ambos lados las dos niñas a las que les entregué todo lo que llevaba encima me acompañan hasta subir a mi canoa…
Y me vendrá bien esa reclusión durante interminables horas, necesito reponer los pedazos de esta alma descompuesta.
Pero es difícil…
Porque el sol abrasador quema todas y cada una de las partes de mi piel, piel que ya pertenecía al invierno.
Quise morir hasta que montamos las tiendas en el lugar donde pasaremos la noche.
Al acabar nos tumbamos en la duna del banco de arena a orillas del Tsiribihina mientras se cocina nuestra cena en una canoa. El ron de fresa y jengibre corre de vaso en vaso mientras nos presentamos, nos conocemos e intercambiamos canciones. Estoy descalza, bajo un cielo que se enciende y nos acompañan, al fondo, luces rojas de una tormenta en Morondava.
Es verano y eso siempre llama a la magia.
Miro al suelo y veo sombras en la noche dibujadas por una pequeña luna menguante; y miro al cielo para reconocer a Casiopea como una M en el sur y no una W como en el norte.
Si Madagascar tiene la fuerza de invertir constelaciones o de devolverme mi sombra en la noche; sin duda podrá darme el vuelco que necesito, algo que sé ocurrirá en estos 15 días o en los meses posteriores.
Absorbo. Entiendo. No asimilo todavía pero el conectar con el lado más primario y salvaje (de lo natural, de lo animal y de lo humano) me fija los pies en el suelo.
Me trae de vuelta a la tierra.
Escrito en Bekopaka el 15-11-18
Sobre experiencia en Miandrivazo el 12-11-18
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