Kadidiri, Indonesia 08

Días 11 y 12: Kadidiri

Esperaba que Kadidiri me curase de la soledad de Malenge, que fuese un paréntesis en la aventura y que pudiese al fin aterrizar y broncearme en esta tierra indonesia.

Pero recuerdo sentir desde el barco acercándome a la playa, una leve decepción por no parecer el paraíso que estaba buscando. Ahora me doy cuenta de que estaba tan dañada y cargaba tanta sobra de tantas cosas que no fui consciente de toda la magia que había en esa pequeña isla de la tranquila bahía de Tomini.

Allí pasé horas escuchando el sonido seco y repetitivo de un martillo que rompía el silencio a pocos metros de mí, mientras un señor muy mayor hacía crujir las hojas secas al sustituir el techado de palmera. Y ese ruido constante, que en cualquier otro lugar hubiese supuesto un incordio, allí, a la sombra del bungalow, acunada en la hamaca sin nada que hacer, conseguía calmarme.

La playa, aparentemente poco interesante, escondía uno de los mejores fondos de coral de Indonesia. Por lo que, sin necesidad de barco, desde esa hamaca a la sombra solo tendría que moverme unos pocos metros para sumergirme y verlo todo, estando tan próximo el coral que por veces pareciese querer tocar mi piel.

En sus aguas vi animales de todos los colores y a un pez tigre de casi un metro descuartizar una estrella de mar. Buceé entre medusas y estuve sumergida en el agua, sentada en la orilla a la sombra de una palmera durante horas, concentrándome solamente en escurrir y tamizar la arena de coral entre mis dedos.
Pensando.

Y en la calma y el agua salada encontré la cura de todo.

El mar, casi única fuente de sustento en esa isla remota, consiguió hacerme aborrecer el pescado al ser prácticamente lo único que comí hasta llegar a tierra firme. Hasta los perros de ese lugar comen espinas como si fuesen huesos y me pregunto si habrán probado alguna vez la carne. Me confirman que no.

Descubrí el por qué de tantos gatos deformes, por provenir de una única pareja de gatos holandeses. Y ahora sus cuerpos asimétricos, sin uñas ni rabo son la secuela de años de endogamia. También vive aquí un gallo cariñoso sin un ojo y un pájaro extraño que no vuela estando libre y doméstico en la rama de un árbol.

Y todo, en un mismo lugar, sucediendo al mismo tiempo.

Aunque la auténtica magia aparece al conocer a gente que me ayuda a encajar, con quien conocí la isla y me ayudaron a tomar decisiones. Gente que consigue que complete mi particular línea de puntos en este país: porque había visto antes a personas con pinzas en las orejas sin entender el por qué y había oído hablar de un alcohol ilegal fabricado en la selva que se vende (a quien sabe comprar) en botellas de plástico muy lejos de precintos y religiones.

Y también había oído historias de los Bajau (los sea gypsies que tanto me costó encontrar).

Pero fue en Kadidiri, y sin esperarlo, donde acabé conociéndolo todo de verdad, porque estaba bebiendo alcohol salvaje (palm wine y jungle juice) mientras perdía a las cartas (con pinzas en mis orejas) con dos Bajau, mientras los demás me contaban historias, asegurando que todas las leyendas son ciertas.

Aka, uno de ellos, es el dueño del hotel y sigue usando sus dotes genéticas para desplazarse entre islas y pescar para nutrir a diario a todos sus huéspedes. Para ello, al parecer, baja hasta los 10 metros sin aletas, sin bombona y sin necesidad de descompresión alguna. “Y porque ahora tiene 50 años, de joven bajaba hasta los 25 metros” – dicen.

Cuentan quien lo ha visto a esa profundidad pescando con arpón (con una fuerza limitada de 1 o 2 metros), que es capaz de mimetizarse, de estar muy cerca, de calcular con precisión milimétrica la refracción de la luz. Y que tras disparar y acertar, es tan ágil y silencioso que puede en cuestión de segundos recoger y volver a atinar a otra presa. Recuerda, sin bombona.

También cuentan que puede hablar con los peces, llamarlos bajo el agua con un sonido para nosotros imperceptible, pero al parecer los atrae. Pero todos quienes lo han visto coinciden en que lo más impresionante es ver cómo controla la flotabilidad, se dice que gracias a su anormal y enorme bazo, y que es capaz de quedarse estático, basculando de pie en el medio de la nada, en posición de combate hasta tener la presa a cerca.

Y yo, que siempre quiero creérmelo todo, me voy a la cama con la duda. Queda en mi mente un eco que se polariza entre el será verdad o serán historias contadas a la luz de las velas.

A la mañana siguiente, como si todo fuese un sueño, la luz del día y el gallo sin un ojo me despiertan temprano para decirme que me tengo que ir. Me despido de todos sabiendo que ese misticismo se quedará allí, atrapado en esa isla a la que es tan difícil llegar.

Hasta que en el último adiós, cuando suelto las llaves de lo que fue mi cuarto, me fijo en los pies de la mujer de Aka, (quizás otra Bajau), quien tiene los dedos semiunidos, simulando aletas. Y aunque no sé cuánto de esa imagen es una reconstrucción que mi mente quiere hacer, sí sé que no eran dedos normales. Y sí sé que era una señal.

Sonrío al acordarme de toda la gente por la que no me dejé cuidar mientras necesitaba alejarme absolutamente de todo.

Sonrío porque conseguí desconectar del mundo conviviendo con medio anfibios – medio humanos y porque esos dedos deformes me dicen que puedo seguir creyendo en historias de sirenas.

Y sonrío porque una vez más, a mucho que quiera escapar, la magia consigue encontrarme.

Escrito en Santiago de Compostela el 3-6-19

Sobre experiencia en Kadidiri el 16 y 17-05-19

( Para quienes también queréis creer: https://www.nationalgeographic.es/ciencia/2018/04/los-nomadas-del-mar-los-primeros-humanos-adaptados-geneticamente-para-sumergirse )

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