Malenge, Indonesia 07

Día 09 y 10: Malenge

A Malenge llego el día de mi cumpleaños.

Llego acordándome de mi familia y amigos porque es el quinto cumpleaños consecutivo que los privo de celebrarlo conmigo…

*Pero o estoy lejos o estoy fuera de juego.

Llego a Malenge temprano y agotada, todavía lamiéndome las heridas por todo lo ocurrido en las montañas de Papúa. Pero llego, a pesar de la inversión y esfuerzo, con toda la ilusión de conocer a otra tribu: los Bajau de las islas Togean, los Sea Gypsies. Gitanos del mar, nómadas que viven sobre el agua, humanos sobreevolucionados y adaptados genéticamente, semianfibios que hacen del mar su elemento natural. Y yo, conectada con el océano y su salitre, descendiente de marineros y llevando a una sirena dormida por dentro, tenía que conocerlos.

Pero antes de llegar se empaña mi intento. Aparece esa nube gris que sin pretenderlo me sigue en todas mis semanas en Indonesia.

Subo a la barca enlace que me llevará de Malenge a mi hotel. Las Togean, islas remotas, tienen dos puertos céntricos, nexo de unión de vida y víveres para todas sus playas y pueblos. Y a esos puertos llegan los barcos para que de ahí, los resorts (aunque es muy generoso llamarlos así) envíen transfers a recogerte. En los resorts tienes que pagar la noche con todo incluido, pues no hay restaurantes ni tiendas. No hay nada más que una virginidad primaria y selvática de esas muchas islas en el medio de una gran bahía en Sulawesi.

Y allí, en el transfer que me recoge, Endi, de sonrisa averiada pero buen corazón, hace la pregunta y comentario (todo junto sin punto ni pausa para escuchar la respuesta) de: «¿Estás sola? Yo estoy soltero.”

Y de nuevo Sara debe edificar un muro sobre una barca, sobre una esterilla o sobre cualquier superficie a la que pueda acercarse otro ser humano.

Estoy cansada de las presunciones y proposiciones, cansada de explicar y marcar distancia, cansada incluso de que me presten atención inocente y amable; y me da pena decirlo, pero siento cansancio por ser mujer que viaja sola. Creo que es ahí, tras lo vivido y por esa frase de Endi cuando lo siento por primera vez en mi vida.

Ni contesto. Subo al barco con mirada de hielo dispuesta a bajarme cuanto antes y centrarme en la búsqueda de los Bajau. Pero lo que no me imaginaba en esa contención de desdén era que tendría que recluirme emocionalmente de nuevo en un resort con aguas cristalinas, porque tendría la atención de una princesa sola en el reino (al ser la única huésped en el resort), cuando eso era justo lo que no necesitaba.

Y que ese hombre, ese Endi amable de comentario y mirada desafortunada, era el único que tenía la llave que podía llevarme, a mi sola y durante dos horas de travesía, a entrar en la auténtica vida de los Bajau.

Habiendo llegado tan lejos persiguiendo un sueño, habiendo comprado vuelos e improvisando ruta y estando sólo a dos horas de conocerlos, juro (yo que nunca lo hago) que estuve a punto de rendirme, solo por no tener que subirme de nuevo a ese barco con ese hombre inocente… de puro agotamiento por ser mujer.

Pero menos mal que nunca tomo decisiones en caliente. Me di el día de mi cumpleaños para pensar, conocer los alrededores e islas extrañas, bañarme a escondidas de todos los ojos, testearlo a él, y dormir… oh… esa clarividencia que da un buen sueño…

Y al día siguiente, armada con ladrillos para construir mis propios castillos, acepto ser acompañada al corazón de la vida de esos semidioses, esas personas que aunque cuya mitología creía que sería literatura, quería saber cómo eran sus miradas, y quién podía llegar a ser yo entre todos ellos.

El viaje, sorprendentemente maravilloso. Como primer muro me calzo los cascos y la música muy muy alta, música capturada en Papúa. Estreno mis 33 años y gracias a ese viento en esa barca siento que las heridas que escuecen son porque empiezan a cicatrizar, y quizás este cuerpo ya está preparado para dejar penetrar en él algo nuevo a mejorar.

En esa brisa llegué a Kabalutan, llegué al asentamiento de los Bajau, los Sea Gypsies de las Islas Togean. Y en cuanto atracamos en la parte trasera de una casa, casa que al atravesarla por el interior de su salón y cocina veo entre los tablones del suelo, el mar; supe que todo había valido la pena.

Cruzamos las primeras pasarelas de madera que conforman las calles y empiezo a escuchar los primeros “Missis, missis, missis”, para referirse a Miss, que será sonido cacofónico y constante durante todas mis horas allí.

Pasamos 5 horas callejeando, comiendo en sus casas, dejando que los niños me observaran, quisieran usar mis cremas y dándoles regalos.

Los que había traído de España quedaron todos en las montañas de Papúa con los Dani. Pero antes de venir con las manos vacías, decidí pasar por el mercado de Ampana. Allí compré juguetes, anillos y en la absurda Papan Island compré también libretas y bolígrafos. A partir de ahora intentaré hacer eso, no traer cosas de casa e intentar comprarlos en el país. Requiere más logística, pero es un regalo doble: a quién lo vende y a quién lo recibe.

Y todo esfuerzo valió la pena solo por oír las carcajadas de los niños explotando petardos en esa ausencia de dientes. No sé si no los tienen por exceso de azúcar o si tiene que ver esa mutación genética. Casi todos tienen unos dientes diminutos, la mitad roídos o directamente, inexistentes.

Pero no hablar con ellos un mismo idioma… me mata. Además me siento tan saturada que me cuesta retener las pocas palabras que intentan enseñar, tengo que anotarlas junto con los nombres de la gente. Sin embargo los niños al pasar por segunda vez por sus casas, todos… se acuerdan de mi nombre.

Y aprendí el significado de una nueva palabra cantik, que después de «missis», me regalaron una y otra vez niños y mayores… que significa… guapa.

Como si un alma contradictoria me poseyese, creyendo que estaba gestando una intolerancia, allí el ser el centro de atención me embriagó… me llenó de amor, de todas esas manos que me agarraban y las fotos que me robaban. En todas las voces que me nombraban, me pedían, miradas que examinaban y sonrisas sinceras que me regalaban.

Pero siento que no llegué a entrar como quería en sus vidas. El estar permanentemente acompañada por Endi, por esa sombra de sonrisa averiada, hacía que todos mis ejércitos protegiesen las murallas, haciéndolas impenetrables. Incluso para esa gente que me fascina, quien pretendiendo escalarlas, se caían al foso en el intento.

Me voy de allí atravesando de nuevo ese salón y cocina con la sensación impotente de conocerlos sin querer… a ellos, que estimularon todos mis sentidos inertes y me hicieron creer en animales marinos y sirenas.

Pero… he llegado a pesar de todo lo que gritaba por dentro. Pude haber sido otra, sí… pude haber sido mejor… pero he sido lo que he podido. Y me respeto muchísimo por ello.

Y aprendí que la atención de 300 personas en ese pueblo me hacía menos daño que cualquier abrazo indebido o palabra inoportuna. Aprendí que no soy yo, que no es mi exceso de sensibilidad. Es mi instinto de supervivencia infalible, indomable, todopoderoso, el que me hace vibrar todas las alarmas, y yo lo escucho siempre, aunque eso suponga negarte a completar un sueño o ser feliz en tus propias vacaciones.

Pero la sensación de estar en comunicación constante y directa con él… convierte en hazmereir a todos los dioses o musas. Solo a él quiero escucharlo, a todo lo que está gritando dentro de mí.

Y con la fuerza de un terremoto, a veces me inmolo. Me lapido entre montañas de huesos y cemento para protegerme, pero siempre que siga queriendo no quedar paralizada en lo fácil por estas ganas de vivir, me dará igual parecer ridícula al transitar tan armada y protegida.

Porque llevo todas las tormentas y sabiduría dentro.

*Y a veces necesito darles un tiempo para que se pongan de acuerdo.

Escrito en Santiago el 27-05-19

Sobre experiencia en Malenge y Kabalutan el 14 y 15-5-19

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