Día 07 y 08 de Manado a las Islas Togean
Estos dos días se sucedieron rápidos, caóticos, sin demasiado importante que contar, pero fueron necesarios para adaptarme a una nueva realidad.
Estaba entrando en Sulawesi, otra isla de Indonesia poco conocida, en la que puse mi contador a cero, fue como empezar de nuevo en otro país. Nada tiene que ver con Papúa, las palabras, lo que comen, cómo visten, sus rasgos, su religión… Me siento de nuevo extraña.
Cuando llego a Manado, a un hotel en el que me siento limpia por primera vez, y en el que pude dormir tranquila de no tener bichos entre las sábanas; recibo un mensaje que rompe todos mis esquemas: no funciona el ferry que debo coger (según mi plan) para poder llegar al siguiente destino.
Dudando si rendirme o no, a mucha velocidad recalculo e improviso ruta. Estando tan relativamente cerca, quiero llegar a las Islas Togean, cueste lo que cueste. Por lo que me compro un vuelo que saldrá en las próximas 10 horas, llegaré a la otra punta de la bahía y de ahí debo coger un transporte (que no sé si hay, no sé en dónde) para hacer un trayecto de unas 9 horas en busca de otro ferry diferente.
Y solo espero que todo funcione.
Al día siguiente, el despertador que suena a las 3.30am me avisa de que ese será uno de los días más largos de mi vida.
Fui en el avión de Manado a Luwuk al lado de un adolescente que no hizo otra cosa más que subirse y bajarse las mangas de su camisa. Al Llegar a Luwuk cogí una moto (ojeak) que me deja en un lugar que no es, y no hablando un mismo idioma, me conformo.
Busco soluciones. Necesito un transporte a Ampana y después de valorar todas mis opciones, compro un billete de autobús que sé seguro no es el que sale antes ni llega más rápido, pero confío en que es mi mejor opción.
Hago tiempo paseando por las calles de Luwuk y empiezo a tomar conciencia de que me había olvidado que estamos en Ramadán, y sí, Sulawesi (como la mayor parte de Indonesia) es región musulmana.
A pesar de que casi todas las mujeres van tapadas, noto que aceptan el cómo soy, ya no siento miradas de repulsa o de distancia. Y cuando ya no lo resisto más y acabo por dejar ver alguna porción de mi piel, no me juzgan. Me sonríen aprobando mi intento. Pero ahí empieza un largo viaje que me pasará factura: el sentir que debo estar constantemente tapada.
Dentro de los warongs y bares hay comida pero sus puertas y ventanas están cerradas en respeto de quien sí ayuna. Y yo, que necesito con urgencia sombra y zumo, me es imposible aceptar esa clandestinidad. Por lo que deambulo al sol durante horas, paseo junto al mar, voy al mercado y mato el tiempo con un pescador que alimenta peces. No hay turistas, es un sitio maravilloso.
Ya en la oficina de la compañía, espero paciente una hora al retraso de mi bus y se inicia lo que será una constante a partir de ahora en Sulawesi: quieren hacerse fotos conmigo, una y otra vez. Hacen incluso videollamadas a los amigos para enseñarles lo que soy, quizás el cómo visto, el que de verdad estoy en su pueblo.
Miro el reloj, y son aún las 11.30 de la mañana…
A la media hora de arrancar, pinchamos una rueda. Paramos hasta dos veces para arreglarla, y unas 10 veces más en restaurantes y para ir al baño. En cada parada más fotos. Todos en el autobús son musulmanes, menos un señor que sin entendernos me enseña orgulloso una foto de Jesucristo en el fondo de pantalla de su móvil, señalándose a sí mismo como cristiano orgulloso, presuponiendo, como yo.
Pero los demás guardan ayuno en Ramadán, y yo, aún teniendo sed, evito beber.
La mujer que tengo al lado desde las 17.50 mira el móvil insistentemente, supongo que esperando el momento de poder beber y comer algo al fin. No sé si se guia por la luz del sol o si finaliza a una hora concreta, pero… minuto 54, 57, 58… Empieza a sacar de su bolso comida y bebida, la apoya en su regazo mientras mira el reloj en la pantalla del móvil, y yo me empiezo a impacientar con ella.
Vuelve a mirar el móvil y no dándome tiempo a ver qué hora es… el autobús se para.
El conductor viene a la caja de herramientas que está en el pasillo a mi lado y saca un machete. Baja, el resto de la gente también, y yo con ellos. No sé qué pasa.
El conductor va al maletero y saca 4 cocos. Se sienta junto con casi todos los pasajeros en el bordillo de la carretera, en un sitio que no es el más bonito, ni el más cómodo, y hasta diría que tampoco es el más seguro; pero llegó para ellos el mejor momento del día. Y yo, espía a los pocos metros, me fascina verlos, a muy tarde que vayamos, cómo comparten la comida y celebran mientras el atardecer se pone sobre el mar, y se hace la noche en el camino. Comen y beben pausados mientras yo a pesar de ser una europea efervescente, freno a disfrutar su calma, a pesar del que el cansancio empieza a ser muy evidente.
Cuando nos ponemos en marcha sigo impaciente el cómo el puntero azul se acerca cada vez más a mi destino en el mapa, y quedando solo 3km para llegar me creo ya vencedora. Pero no hay victorias en Indonesia, y el conductor pone el intermitente para ir a repostar… donde hay una cola en la que preveo que estaremos mínimo media hora.
Desespero. Quiero bajar y buscar una moto que me lleve, estoy creo que incluso dispuesta a ir caminando a pesar de la noche, pero por algún motivo el conductor (a quien no entiendo) se opone. Y yo, habiendo confiado tanto en este trayecto, respiro y me resigno en el asiento, viendo en el mapa lo tan cerca que estoy de llegar.
Una hora más tarde, Eric, el ángel que me había avisado del ferry que no funciona, me da la bienvenida en el hotel de una playa que no veo: “Sara! Welcome!” y me doy cuenta de que me encanta escuchar cómo suena mi nombre en los diferentes lenguas. Pero sobre todo me gusta que me identifiquen, ser alguien, tener con la gente que me cruzo alguna historia que contar, y contar para alguien aunque sea en un país tan lejano.
Allí me dejo llevar por un ritual incómodo y extraño, pero que acepto por pura apatía. Ya nada me importa, solo sé que estoy más cerca, y mañana, mi cumpleaños, estaré a tiempo en las Islas Togean para darme un baño en el mar de la bahía de Tomini. Me bautizaré al fin en las aguas de Indonesia.
Así que tras desenpolvar todo mi cansancio y dudas, llegué a Ampana, estoy a las puertas de las islas y la felicidad me llena de luz al no haberme rendido y seguir en esta itinerancia que agota…
pero me hace sentir saciada al alimentar este monstruo de querer conocerlo todo.
*Aunque sea de pura insensatez.
Escrito el 24-05-19 sobrevolando alguna parte de los Emiratos Árabes
Sobre experiencia el 12 y 13-05-19 en viaje de Manado a Ampana
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